Chile es un país que está cambiando muy
rápidamente sus valores. Esto se nota especialmente entre la juventud. Una
generación de chilenos tiene una moral mucho más relajada y tiene otras expectativas sobre su vida. En Puerto Natales
coincidimos y nos fuimos a tomar algo con un grupo de chicos y chicas que
encontramos andando por la calle. Mientras fumaban unos canutos, conducta allí
mucho menos socialmente aceptada que en España, nos comentaron que les
encantaba el acento español. Nos imitan como nosotros a los vascos. Cuando les
preguntamos si eran de allí, pues también hay visitantes de otras partes de
Chile, contestaron: “Sí, pero no nos gusta”.

Una sensación que tenía permanentemente
al tratar con los chilenos es que todos querían estar con un europeo. Es más,
pienso que lo que realmente querrían es estar en Europa. Este hecho, además, es
más frecuente cuanto más clara tienen la tez y mejor posición económica
ostentan –ambos hechos, lamentablemente, siguen yendo parejos en muchas
ocasiones–.

En todas las conversaciones, al hablar
de mi país encontré una de las siguientes posiciones. O bien me contaban sus
viajes por Europa o bien su deseo de cruzar el charco. Curiosamente muy pocos
hablaban de viajar a los Estados Unidos, pese a que quizá sea un destino de
migración más habitual. En el imaginario, Europa es la matriz y todos desean
acabar o, al menos, pasar una temporada allí. Luego, probablemente, vuelvan, ya
que la nostalgia del hogar es un sentimiento universal, pero el deseo está ahí.
Durante mi estancia, el diario La Tercera publicó una encuesta en la cual el
85% de los chilenos afirmaban tener deseos de trabajar en otro país y, de esos,
la mayor parte dirigían sus anhelos a Europa (en España, por comparación,
sumergidos en una de las crisis económicas más profundas que se recuerdan, las
encuestas hablaban de que el 65% de los españoles deseaban trabajar fuera de su
país).

Digo conscientemente Europa y no España,
pues existen importantes contingentes de población con orígenes alemanes o, por
ejemplo, británicos. Además, cuando hablaba con las más diversas personas,
sobre todo si son de las clases más favorecidas, todos tenían una curiosa
versión del proceso migratorio de sus antepasados. En general, solían enfatizar
los elementos europeos, eliminando las posibilidades de mezcla con la población
local, y sostenían descender de familias nobles. Alguno incluso me dijo al
hablar sobre el tema que solamente emigraron desde España las personas de alta
cuna, “como queda recogido en el Archivo de Indias”. Con otras justificaciones,
el argumento se repite en el caso de los inmigrantes de origen alemán. Además,
y aquí se muestran profundos prejuicios, los españoles llegados a Chile eran
godos, enfatizando sus rasgos norteños: altura, pelo rubio y tez clara.

En muchas cosas, el pensamiento colonial
no ha desaparecido. Todavía una parte importante de la población se ve a sí
misma como población europea trasplantada a otro continente. Esta visión,
además, se refuerza en Chile, porque su aislamiento histórico del resto de
América Latina ha fomentado el deseo de unirse a la matriz cultural que se
considera más avanzada, desarrollada y sofisticada. Opera una lógica similar al
deseo español de asimilación con Europa que desde el siglo XIX articula nuestra
política y cultura.