Acabo de terminar una de las lecturas que había dejado para
este verano: Cómo acabar con la
contracultura. Una historia subterránea de España
de Jordi Costa (Madrid,
Taurus, 2018). Se trata a una obra recién salida de imprenta que analiza los
pormenores de la contracultura o cultura underground
en nuestro país. Con especial referencia al cómic, aunque también a la
música, el cine o la música pop.

Define la contracultura, con acierto, como una subcultura
que se opone a los valores dominantes, una subcultura juvenil que
se enfrenta a la axiología paterna (p. 32). Su misión consiste en retar y,
desde abajo, atacar los límites de la cultura a la que se enfrenta (p. 88).
Partiendo de aquí, describe con largas frases y gran profusión de nombres
propios e hitos culturales los vaivenes de la contracultura en nuestro país
desde finales de la Dictadura franquista hasta nuestros días.

La tesis fundamental de libro es que la contracultura se
enfrentó en un primer momento al consenso “nacionalcatólico” o “fascista”,
brilló durante un breve tiempo, y terminó siendo integrada en un nuevo consenso
“socialdemócrata”. Dejemos hablar al autor:

“El momento en que se manifestó la posibilidad de una utopía
contracultural en nuestro país también fue, de forma clara, un tiempo de los
monstruos. Y quizá el monstruo ahí fue la Contracultura, el ideario capaz de
abolir el viejo orden y de proponer una tabula
rasa
para trazar nuevas identidades, nuevos relatos y modos de relación,
nuevas formas colectivas (y participativas) de construir un futuro… Y lo que
acabó ocurriendo fue que el viejo mundo y el nuevo establecieron una línea de
continuidad sostenida sobre la perpetuación de privilegios de clase y la
configuración de un discurso de reconciliación (impuesta) para que se
neutralizasen las potencialidades más transformadoras del tiempo de los
monstruos. El viejo orden y el nuevo puentearon al monstruo, la Contracultura.”
(p. 299).

Esto, siendo cierto, me sugiere dos reflexiones. En primer
lugar, ¿podría haber sido de otra forma? Es decir, la contracultura
históricamente ha terminado integrada en la cultura general. Como afirmaba
Stuart Hall, su misión es la de prefigurar desarrollos culturales futuros, ya
que es mantenida en lo fundamental por los hijos de las clases medias. Estos
terminan cambiando determinados aspectos de la cultura de los padres a partir
de sus experiencias contraculturales. Por más que la cultura mainstream tenga continuidad.

Y, en segundo lugar, la idea de una continuidad entre la
cultura “nacionalcatólica” y la “socialdemócrata”, cada una con sus límites, no
deja de ser un recurso dialéctico que esconde más que aclara. ¿Es lo mismo la
censura franquista que la “censura” en la actual democracia? Quizá se soslayen
las diferencias. De hecho, hace falta un cierto grado de imaginación para
pasarlas por alto.

El libro, sin embargo, se lee con agrado y resulta interesante.
Un apunte postrero. El discurso en buena medida está construido en torno a elementos
visuales: películas, cómics o videos en YouTube. Quizá la inclusión de imágenes
de esas películas o cómics hubiese sido apropiada, sobre todo teniendo en
cuenta que muchos de los lectores seguramente no hayan leído esos comix underground o visto esas
películas.