Estos días ha caído en mis manos el libro de María Elvira Roca Barea, Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días (Madrid, Espasa, 2019). Ha sido un regalo navideño, como podrá suponer el lector, y en el continúa las andanzas de Imperofobia, que ya reseñé en este mismo blog. La línea argumental es más o menos la misma, defendiendo una idea muy concreta de España, antes de los malignos e injustificados ataques exteriores, ahora de los malvados quintacolumnistas (afrancesados, intelectuales, masones y gente de mal vivir). En fin, no le hubiese dado mayor importancia de no ser por el capítulo 11, que dedica a Max Weber. Este es un despropósito de tales dimensiones que me he visto impulsado a escribir estas breves líneas. De hecho, dejaré de lado el resto del libro y me centraré en este capítulo.

El capítulo de dedicado a Max Weber, sobre todo a su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, arranca con una pregunta que contiene implícita la respuesta: “La pregunta es, ¿alguien ha leído despacio a Max Weber?” (p. 358).  El lector poco acostumbrado a leer ensayos filosóficos y científicos pensará en seguida: es verdad, los intelectuales antiespañoles son unos zoquetes “germanófilos” que hablan de cosas de las que no saben nada. Menos mal que está aquí la Sra. Roca Barea para abrirles los ojos. La realidad, sin embargo, es muy otra, pues si hay un autor al que los sociólogos y politólogos han dedicados horas de reflexión es a Max Weber. La respuesta correcta es: “sí, mucha gente se ha leído despacio, muy despacio, a Max Weber”. Le recomiendo, por ejemplo, la siguiente obra: En el centenario de la ética protestante y el espíritu del capitalismo, editada por Javier Rodriguez Martínez y publicada por el CIS en 2005. Verá la Sra. Roca Barea que hay gente que ha leído a Weber.

Pero este solo es el inicio, porque como no se maneja con solvencia la más mínima bibliografía crítica sobre el economista y sociólogo alemán, los despropósitos continúan línea tras línea. Veamos. La tesis principal de Roca Barea es que Max Weber provenía de una familia calvinista y que La ética protestante… fue escrita para ensalzar el calvinismo, como origen del capitalismo y echar por tierra el catolicismo. Es decir, el capítulo mantiene que Weber escribió la obra para confirmar sus prejuicios de raíz religiosa. Bueno, siempre es difícil saber cuales eran las motivaciones reales de un autor, pero hay dos hechos que están bien asentados en la literatura científica.

En primer lugar, Weber tenía en mente un “enemigo” diferente al catolicismo para escribir el libro. De hecho, la tesis de Weber se gestó frente al materialismo histórico de Karl Marx. Según este último, como es bien sabido, la estructura material de la vida determinaba la conciencia de las personas y no a la inversa. Weber pretendía mostrar que la conciencia podía determinar, al menos codeterminar, la estructura material de la vida, invirtiendo la tesis marxista. Esto es algo que está muy asentado y que conoce cualquier estudiante de los primeros cursos de Sociología, Filosofía o Ciencia Política.

Pero según Roca Barea podría decirse que, en segundo lugar, en Weber operaban profundos prejuicios religiosos y que, aunque el enemigo manifiesto podía ser Marx, el latente era el catolicismo (que en el libro de Barea se identifica siempre con España, que parece que no puede ser sino católica). Para demostrarlo, resume en unas páginas la biografía de Weber: de padres calvinistas (el padre, poco, la madre, mucho), enfermizo y casado con una mujer con la que no se acostaba y a la que engañaba con una pianista famosa: “Mina Tobler, que ayudó a Weber a superar su rigidez calvinista y le enseñó a disfrutar un poco de la vida, de las artes y de otras cosas” (p. 359). Me encanta lo de “otras cosas”, es tan de rebotica de pueblo. Pues sí, Weber tenía una vida sexual, sentimental y una salud conflictiva. Eso se sabe desde hace mucho tiempo: incluso su mujer, Marianne Weber escribió una biografía famosa y edulcorada sobre su marido, que sin embargo deja traslucir estas cosas (Max Weber. Una biografía, México, FCE, 1996). Pero si lo que quiere Barea es mostrar la “depravada” o “triste”, según se mire, vida de Weber, podría recomendar la voluminosa biografía de Joachim Radkau: Weber, la pasión del pensamiento (México, FCE, 2005), en la que se analizan pormenorizadamente todos estos temas.

Lo que no cuenta, quizá porque se le cae la tesis, es que Max Weber era escasamente religioso. El mismo lo dice con una famosa frase acerca de sí mismo: “falto de oído para lo religioso”. Una persona puede estudiar un fenómeno por un interés puramente racional. Se puede estudiar la conducta criminal, como hacen infinidad de criminólogos, sin necesidad de provenir de una familia de mafiosos y sin tener una propensión a romper la ley. A Weber lo que le interesaba era la influencia de la religión en la economía, no la religión en sí. Y parece poco probable que dedicara muchos años de su vida a ensalzar una religión, la “calvinista”, y a hundir otra, la “católica”, para las que tenía “poco oído”.

Bueno, dejemos de lado las motivaciones, y centrémonos en el análisis del texto. Una de las cosas que sorprende a la autora es que Weber va eligiendo diversos elementos, de un modo aparentemente azaroso, de entre las distintas confesiones religiosas, sin una lógica visible. Con estos elementos él construye un retrato de la “ética protestante”. Es lo que denomina un “tipo ideal”. El problema principal de la Sra. Roca Barea, y por el mismo no entiende a Weber, es que parece desconocer los rudimentos de la metodología weberiana. No le sorprendería tanto la forma de proceder de Weber si hubiese incluido la noción de “tipo ideal”. Esta metodología de trabajo, con la que se puede estar de acuerdo o no, esa es otra historia, es la que da vida a su modo de trabajar. El tipo ideal es una construcción subjetiva en torno a un problema de investigación, que no se corresponde de modo absoluto con la realidad, y que tiene la misión de generar nuevas ideas. La potencia del tipo ideal de “ética protestante”, por tanto, no es su mayor o menor adecuación a la realidad, sino la capacidad de abrir nuevos campos a la investigación científica. (Aunque esto nos llevaría a hablar de neokantismo, la llamada “segunda disputa del método científico” y de otros auntos que rebasan el interés de la autora).

Luego, sin venir mucho a cuento, habla de la caída del Imperio Romano, que muchos achacan al cristianismo (y por extensión al catolicismo). Dice que se aprovecha la relación ente economía y religión para culpar al catolicismo. Lo que la Sra. Roca Barea olvida (o directamente desconoce), sin embargo, es que el propio Max Weber dictó una conferencia sobre la caída del Imperio Romano (Fundamentos sociales de la decadencia antigua, Oviedo, KRK, 2009). En la misma, no culpaba al catolicismo ni a la religión de esta. Sostenía, por el contrario, que la principal causa fue una alteración de la estructura productiva del Imperio, que dejo de estar centrada en las ciudades y pasó a estarlo en el campo y los latifundios iniciándose el proceso de feudalización y el paso del esclavismo a la servidumbre. Es decir, en este caso para Weber la estructura económica, y no las creencias religiosas, era el principal factor explicativo del cambio social  

Porque, y ahí radica la principal carencia de Barea al interpretar a Weber, este no sostenía que la religión “protestante” creara el capitalismo y que resultase necesario arrinconar al catolicismo para que este triunfara. Weber sostenía que el desarrollo capitalista se vio favorecido por ciertas doctrinas éticas del protestantismo ascético y que por eso se desarrolló con más fuerza en algunas regiones que en otras con sistemas éticos diferentes. Es decir, esta ética fue un factor más, entre otros, que codeterminó el origen del capitalismo en un momento histórico concreto. En otros, esas mismas doctrinas no tuvieron ningún impacto. Así, como se ha visto, la religión según Weber no fue significativa en la caída del Imperio Romano. Además, y para terminar, Weber sostenía que una vez implantado el sistema capitalista, este desarrollaba una doctrina ética, un “espíritu”, independiente de la religión y de las doctrinas éticas que ayudaron a gestarlo. Pero bueno, estas sutilezas escapan del análisis de esta autora.

Por último, y por no extenderme mucho más, también dice que Weber se equivocó con China, ya que según el autor alemán la doctrina ética del confucianismo era una estructura tradicional que impedía el desarrollo capitalista. La prueba de su error es que China se ha convertido en una potencia económica capitalista los últimos años y que el confucianismo ha sido un motor de ese cambio. Se le olvida señalar que, entre los escritos de Weber realizados los primeros años del siglo XX, y el éxito de China, a finales de ese siglo y durante los primeros años del XXI, han pasado algunas cosas. La principal es que a China llegó una ideología desarrollista gestada en occidente, el marxismo, que transformó la sociedad china. Barea es consciente de ese hecho, aunque lo oculta y habla de “maoísmo”, que suena más chino y menos marxista, como si el maoísmo hubiese sido un invento que surgió de la China rural.

 

 

En fin, creo que estas líneas pueden darnos una idea del tono del capítulo, de sus imprecisiones y carencias. La Sra. Roca Barea es filóloga y doctora en Literatura medieval. Se le nota cierta dificultad a la hora de hablar de Filosofía y Ciencias Sociales, aunque escribe bien y consigue hacer creíbles argumentos de lo más peregrino. Max Weber es uno de los autores más citados en Ciencias Sociales (y no solo por la Ética protestante…) en todo el mundo, también en España, y ha sido estudiado (y leído) en profundidad. De hecho, el ensayo sobre el que habla Barea ha sido sometido a escrutinio crítico una y otra vez.  Ese es el destino de cualquier texto científico, ser sometido a crítica y superado. Pero el capítulo que María Elvira Roca Barea dedica a Weber no es una crítica científica. Es “otra cosa”.