Dentro de la sociología, diría
que incluso dentro de las ciencias sociales, existe una disputa entre aquellos
que consideran que la disciplina debe ser analítica y los que la ven más como
una narración. Para los primeros, y su apuesta por la “teoría social analítica”,
la disciplina debe centrarse en la búsqueda de explicaciones causales. Estas
explicaciones proporcionan resultados modestos y generan teorías de rango medio
(véase, por ejemplo, el interesante manual de Francisco Linares Martínez, Sociología y teoría social analíticas,
Madrid, Alianza, 2018). Su medio de difusión preferido es el artículo
científico (el paper). Los segundos,
por el contrario, mantienen que la sociología debe preocuparse de hacer
comprensible el mundo para las personas y de generar una narración que así lo
permita. Producen largos relatos, habitualmente en forma de libro, con vividas
descripciones y contextualizaciones de las tesis expuestas.

Con frecuencia, los primeros
acusan a los segundos de generar una sociología débil y poco científica: de
hacer literatura en vez de ciencia. Los segundos a los primeros de producir una
sociología centrada en pequeñeces que dificultan hacerse una imagen del mundo
social en el cual vivimos.

Estoy terminando de leer la excelente
y voluminosa obra de Robert Bellah La
religión en la evolución humana
(Madrid, CIS, 2017). Este, sin rechazar el
pensamiento científico, al cual se adscribe, piensa que la narración es
necesaria. Forma parte del modo de pensar de los seres humanos y, por tanto, es
necesaria incluso para transmitir la ciencia. En sus propias palabras:

“La narrativa, en resumen, es más
que literatura, es el modo en que entendemos nuestras vidas. Si la literatura
simplemente proporcionase entretenimiento entonces no sería tan importante como
es. (…) La narrativa no es solo el modo en que comprendemos nuestras
identidades personal y colectiva, es la fuente de nuestra ética, nuestra
política y nuestra religión. (…) La cultura mítica (narrativa) no es un
subconjunto de la cultura teórica [la ciencia], no lo será nunca. Es más vieja
que la cultura teórica y sigue siendo hasta hoy un modo indispensable de
relacionarse con el mundo” (p. 354).

Este es un debate que, temo, se
encuentra lejos de una solución. En la actualidad parece que la
universidad y la comunidad investigadora está siendo conducida hacia los
presupuestos analíticos: hay una apuesta por el artículo científico frente al
libro, y por los modelos cuantitativos frente a los cualitativos. Sin embargo,
en las librerías se ve poca sociología analítica y mucha sociología narrativa.
El éxito de Zygmunt Bauman, por ejemplo, así lo atestigua. Hace poco leía que
el artículo científico medio tenía aproximadamente 17 lectores. Algo irrisorio
si lo comparamos con los millones de libros vendidos por Bauman.

El impacto social de James S.
Coleman, como gran representante de la sociología analítica, es mucho menor
fuera del ámbito estrictamente científico (incluso, dentro del mismo, es discutible que su impacto no sea menor que el de otros sociológos más narrativos). Quizá por eso Salvador
Giner
en un comentario al número monográfico que la Revista Internacional de Sociología dedicaba a
la sociología analítica, decía que veía complicado que las aportaciones de Weber,
Marx o Durkheim se circunscribieran al planteamiento limitado de la
sociología analítica. Y es así porque estos autores, y muchos otros, han creado
el marco narrativo que nos permite comprender y manejarnos en la sociedad
moderna. Nada comparable a lo que puede ofrecer una sociología limitada a sus
aspectos analíticos.

Con esto último, y esta es
simplemente mi visión, no se niega la validez de lo analítico. De hecho, toda
disciplina científica lo es. Simplemente que hasta la teoría analítica más
compleja ha de integrarse en una narración. De hecho, como recuerda Robert
Bellah, algunas de las teorías científicas de la física o la biología con más
apoyo y recorrido: el Big Bang o la teoría de la evolución, han generado su
propia narrativa. Esto no impide que sean plenamente científicas y que sus
postulados sean objeto de “falsación”. La sociología, creo, debe seguir esta
senda, ser rigurosa y científica y, al tiempo, generar narraciones que ayuden a
las personas a vivir en el complejo mundo social que nos rodea.