Vuelvo al Blog, tras un tiempo
sin apenas escribir nada. Algunos proyectos profesionales me han quitado el
tiempo necesario para hacerlo, pero he seguido leyendo y ahora intentaré seguir
comentando esas lecturas. Me ha gustado Un
pie en el río. Sobre el cambio y los límites de la evolución
(Turner, 2016 –ed.
Orig. 2015), del historiador británico Felipe Fernández-Armesto.

Como sociólogo disfruto mucho
leyendo a los historiadores británicos y estadounidenses, ya que, por lo
general, son buenos conocedores de los desarrollos recientes en las ciencias
sociales. Entienden la historia como una ciencia social o, al menos, como una
disciplina que precisa del resto de las ciencias sociales para poder avanzar.
En nuestro país desgraciadamente no es así. Y luego se nota, y mucho, en los
libros de una buena parte de los historiadores patrios. La culpa la tienen, creo, los
planes de estudio de la disciplina. Valga como ejemplo el caso de la titulación
de historia en mi universidad. Los estudiantes no cursan ninguna asignatura de
ciencias sociales: sociología, ciencia política, economía, antropología o
demografía simplemente no aparecen en el itinerario formativo. Ni hablar de
ecología o, vade retro, algo de estadística.
Todas, soy consciente, no tienen cabida en un plan de estudios de historia,
pero alguna estaría bien. En fin, por desgracia los intereses de cátedra se
anteponen a los científicos.

A grandes rasgos, en este ensayo
Fernández-Armesto trata de mostrar su visión del cambio cultural, para él el
objeto de la historia. Combate las visiones tradicionales del cambio:
providencia, decadencia, progreso o circularidades de todo tipo. Pero sobre
todo trata de desacreditar el evolucionismo cultural. Trata de luchar contra
toda teleología y mostrar como el cambio histórico se debe en muchas ocasiones
a causas azarosas y que no está escrito en ningún lugar que las sociedades
deban evolucionar a mejor o simplemente evolucionar a entidades más complejas.
De hecho, cree que las culturas más simples y estables son las más permanentes
en el tiempo y que, en consecuencia, son las mejor adaptadas a su medio. Y, al
contrario, las culturas más complejas han generado desarrollos que han
conducido en no pocas ocasiones a su desaparición. En sus propias palabras:

“Para que la cultura siga un
modelo evolutivo, las diferentes culturas deben seguir este mismo patrón de
adaptación, transmitiendo comportamientos innovadores que ayuden a la tarea
suprema, esto es, a la supervivencia de las sociedades. Sin embargo, eso no es
lo que hacen las criaturas culturales. Al contrario, si algo hemos aprendido
del estudio de la historia es que estamos en medio de un camino de locos
rodeados de ruinas” (p. 183).

La cultura, insiste, además no
funciona mediante la replicación de elementos culturales, sino a través de su
reproducción. Es decir, las ideas han de ser hechas suyas por los hombres y
mujeres que las heredan y en esto no pueden establecerse analogías con la
evolución biológica. Sin embargo, no rechaza los vínculos evolutivos de la
cultura, pero si reducir la dinámica cultural a sus elementos evolutivos.

Una cosa que me ha sorprendido
son los paralelismos con la visión de fondo que planteaba en mi Sociología de la cultura. Una breve
introducción
(Universitas, 2011). A uno le agrada saber que coincide con
figuras de la talla de Fernández-Armesto.