Desde que leí La conquista de América (Ed. Orig. 1982),
Tzvetan Todorov me ha parecido un grandísimo intelectual. Sin embargo, hace un
tiempo me hice con La experiencia
totalitaria
(2010) y me defraudó un tanto. Era un libro sin ritmo y falto
de chispa. He leído ahora Los enemigos
íntimos de la democracia
(2012) y
me reencuentro con el mejor Todorov. En este ensayo presenta una serie de
argumentos polémicos, pero hilados con soltura y buen hacer sobre los actuales
rivales del sistema democrático. Aunque en algunos extremos pueda estar en
contra de la posición del autor, admiro la elegancia con la cual presenta sus
ideas. No solo es un gran pensador, también es un gran escritor.

Para Todorov existen tres grandes
enemigos del sistema democrático, que socavan los pilares en los cuales se
asienta, a saber, el progreso, la libertad y el pueblo. La democracia, afirma,
se basaría en la idea de progreso. Aceptando la imperfección de nuestro mundo,
no se resigna al dictado de la tradición y busca mejorar la situación de los
ciudadanos. También en la libertad, pues establece límites a la acción del
estado: la libertad individual debe ser protegida por el sistema democrático. Y
trata, así mismo, de representar al pueblo, pero estableciendo un principio
pluralista que evite mediante leyes la tiranía de las mayorías sobre los grupos
minoritarios. El problema se plantearía cuando uno de estos pilares, en un
equilibrio inestable con los demás, se desmanda. De hecho, la desmesura (o hybris) sería el mayor enemigo de la
democracia.

En primer lugar, el mesianismo
supone una desmesura de la idea de progreso. Los principios de la democracia
serían subvertidos para conseguir un mayor progreso social, económico y
político. Con esa excusa funcionaron los regímenes coloniales, el comunismo y,
dice Todorov, la idea de “imponer la democracia con bombas”. En segundo lugar,
el neoliberalismo sería la desmesura de la idea de libertad. En este caso, con
la excusa de defender la libertad individual, se ataca cualquier proyecto
político destinado a conseguir un bien de interés general. Sería el mal opuesto
al mesianismo. Y, en tercer lugar, el populismo plantearía el reto de presentar
soluciones sencillas, pero de imposible cumplimiento, aprovechando las
carencias formativas e informativas del pueblo. Piensa sobre todo en los
populismos xenófobos que socaban el pluralismo, al culpar de los males sociales
y económicos a algunas minorías. Sería la desmesura de la idea de pueblo,
transformado en populacho.

Estos problemas comparten un
rasgo común: son internos al funcionamiento de la democracia. No parte de una
amenaza externa, sino de un enemigo propio. “La democracia está enferma de
desmesura, la libertad pasa a ser tiranía, el pueblo se transforma en masa
manipulable, y el deseo de defender el progreso se convierte en espíritu de
cruzada” (p. 186). La solución a estos males no estaría en la revolución
política ni en avances tecnológicos, sino “en una evolución de la mentalidad
que permitiera recuperar el sentido del proyecto democrático y equilibrar mejor
sus grandes principios: poder del pueblo, fe en el progreso, libertades
individuales, economía de mercado, derechos naturales y sacralización de lo
humano” (p. 190).