La última
noche fuimos a ver un espectáculo de danzas y cantos tradicionales. El
espectáculo, pese a estar orientado al turista, tenía mucha fuerza y resultó
interesante de principio a fin. Esa noche había, además, una fiesta en el local
para los participantes en el campeonato sudamericano de canotaje, que se
desarrollaba esos días en Rapa Nui. Se encontraba allí el millonario chileno
Leonardo Farkas. Todos degustaban una “res al palo”, es decir, una vaca abierta
en canal y asada entera, acompañada de abundantes bebidas. La noche, pese a mis
recelos iniciales, resultó interesante y divertida.

El tal
Farkas, del que cuentan gran cantidad de anécdotas ensalzando su generosidad,
es un recién llegado a las clases dirigentes chilenas. La élite empresarial,
política y cultural chilena es una casta estructurada y autoconsciente, que
defiende con fuerza sus privilegios. Los mismos apellidos se encuentran en
todos los intersticios de la sociedad chilena. Larraín, Matte, Piñera, Luksic,
Fabri, Said o, entre otros, Huidobro son frecuentes entre la alta sociedad.
Uno, cuando revisa los consejos de administración de las universidades, las
presidencias de las empresas o los gabinetes ministeriales, tiene la sensación
de estar en un cortijo, donde los puestos están reservados de antemano para
ciertas personas. Puede que esto pase en todos los países, España es un buen
ejemplo, pero aquí tal vez por mi condición de extranjero o por el pequeño
tamaño del país, se nota más.

Un
distintivo de esta élite –una marca de esta clase ociosa, de la que habló con
profusión Veblen– es que, en general, todos cursaron sus estudios
universitarios en la universidades locales, para terminar en haciendo un
postgrado en Europa o los Estados Unidos. Los estudios de economía en Estados
Unidos y de ciencias sociales y humanidades en Europa. Sin el master o el
doctorado en el extranjero es prácticamente imposible encontrar un puesto
decente en la universidad o en la dirección de las empresas.

El caso es
que Farkas visitaba Isla de Pascua y pagaba una vaca a los regatistas, pero la
isla tenía sus propios problemas que el gobierno chileno, y su élite, tampoco
solucionaban. Pongamos un ejemplo: la asistencia hospitalaria. Allí hay un
hospital a base de barracones instalado por el ejército chileno. La situación
anterior mejoró, porque al menos cubre las enfermedades más comunes. Esto es,
no mueres de una apendicitis. Los problemas vienen cuando es algo más grave. Si
el hospital no puede intervenirte, los habitantes de Pascua deben desplazarse a
Chile. En caso de poca gravedad, lo harán en vuelo regular (5 horitas) y si es
más complicado deberá hacerlo en un avión medicalizado. Aquí viene el problema,
según nos contó en la playa una rapanui mientras tomábamos unas cervezas, pues
la asistencia sanitaria chilena no lo cubre. O tienes un buen seguro privado o
lo pasarás mal. (Consejo al turista: llevar un buen seguro privado, no todo es perfecto en el “paraíso”). En todo
caso, lo conveniente sería tener un avión medicalizado permanentemente en la
isla.

Abandonamos
Isla de Pascua con mucho pesar, pues habíamos pasado unos días estupendos en la
misma.