Chiloé,
es decir, la Isla Grande de Chiloé, se encuentra situada a unos 100 kilómetros de
Puerto Mont. Se llega por autopista y el viaje fue apenas un trámite. Para
cruzar a la misma se toma un pequeño ferri, que en poco más de media hora te
deja en la isla a un precio no demasiado elevado. El trayecto fue tranquilo y
una experiencia que disfrute. Cuando, ya bastantes años atrás, había pasado en
transbordador de Dover a Calais, al regresar de Inglaterra, la cosa había sido
bastante diferente. En aquella ocasión subimos a un barco enorme, con tiendas,
salas de espera y bares, mientras que ahora era un barquito para unos cuantos
coches con una barra en un lateral en la que servía bebidas calientes, algunas
empanadas y “sanguches”.

Cuentan
que Chiloé fue la última resistencia realista, es decir, pro-española cuando se
produjo la independencia del país. También que sus habitantes sacan la bandera roja
y gualda cuando quieren enfrentarse al centralismo de Santiago. Aunque, la verdad,
no es algo que haya visto y bien podría ser un mito.

Al
tocar tierra, nos dirigimos a la pingüinera de Ancud, en el extremo noroeste de la isla. Pasamos una mañana
entretenida, montando en barca para acercarnos a ver los pingüinos y demás aves
que habitan la costa y las rocas aledañas. A la hora del almuerzo, regresamos
a Ancud y cominos en un restaurante de
la localidad. La especialidad local es el curanto. Para realizar el guiso
tradicionalmente se cavaba un agujero en el suelo, se rellenaba piedras
previamente calentadas y se cubría de hojas. Encima se ponía marisco, carne de cerdo,
pescado, patatas y, entre otros alimentos, legumbres. Al final, se cubría de nuevo con
hojas y se tapaba todo con tierra. Esta forma de cocinar debe quedar reducida,
por lo aparatoso, a determinadas festividades. En los restaurantes ponen algo
similar, que llaman “curanto en olla” (por contraposición al “curanto en hoyo”).
Lo probamos de ese modo y los alimentos
quedan cocinados al vapor, lo que les da un sabor agradable y una apariencia
saludable.

Por
la tarde, recorrimos la isla para ver alguna de sus iglesias de madera (dicen
que hay unas 150) y las bien cuidadas
granjas. En ellas, los lugareños apilaban madera cortada junto a las cercas. Luego
nos enteramos del motivo: parece ser que la venden y es una fuente de ingresos
para las granjas. El paisaje era sorprendente. La verdad, encontramos unas
praderas tan verdes que teníamos la impresión de estar en algún país del norte
de Europa.