Hay una cosa que no soporto de muchos
sectores de llamada “nueva política”: su antieuropeísmo. Yo siempre he
defendido la idea de una Europa unida y que, vista nuestra historia, España está
mejor dentro de una unión que fuera. Entramos en la Unión Europea (UE) como es
bien sabido en 1986 junto a Portugal. Durante mucho tiempo la mayor parte de
los españoles vio con buenos ojos nuestra incorporación a la misma, ya que de
un lado colmaba nuestros anhelos de formar parte del sistema decisorio del que
se habían dotado los países de nuestro entorno;
y de otro lado nos ayudaba a converger económica y socialmente con los
países más ricos del mundo. A este sentimiento sin duda contribuyeron los
160.000 millones de euros que recibimos a través de los fondos estructurales y
de cohesión. En la actualidad, llegados a cierto nivel de convergencia con la
UE, ya no recibimos dinero, sino que debemos aportarlo.

Como decía, ahora hay una fuerte
ola de escepticismo respecto a la UE coincidiendo con la crisis económica y con
las obligaciones económicas que nos impone. La idea que subyace, a veces
incluso la he leído y escuchado explícitamente, es que España no ha ganado nada
con la incorporación a la Unión Europea y que estaríamos mejor solos de nuevo. La
verdad es que muy pocos datos objetivos corroboran esta afirmación. Algunos
datos sobre España desde su incorporación a la UE hasta la actualidad nos
ayudarán a verlo.

Entre 1986 y 2016 el PIB de España
se ha cuadruplicado hasta llegar al billón de euros actuales. El PIB per cápita
era de 6.299 y en 2015 es de 23.300 euros. En el primer año la renta española
era el 72% de la renta media de la UE12, mientras que en la actualidad es del
94% de la UE28. La esperanza de vida al nacer en 1986 era de 76 y en 2016 es de
83 años.

Durante 1986 la tasa de desempleo
era del 21% y la tasa de desempleo juvenil se situaba cerca del 45%. En 2016 la
tasa de desempleo es del 21% y la tasa de desempleo juvenil es del 45%. Estábamos
mal, mejoramos mucho durante un tiempo, y hemos vuelto al punto de origen. Eso
sí, la población empleada era de unos 12 millones de personas, en una población
de 38,5 millones, mientras que en 2016 es de unos 18 millones para una
población de 46 millones de personas. Es decir, en 1986 trabajaba un 31% mientras
que en 2016 lo hace un 39% de la población española.

El Salario Mínimo
Interprofesional ha pasado de los 241 a 748 euros mensuales entre 1986 y 2016.
Es decir, se ha triplicado. Esto contrasta con el crecimiento del PIB, ya que
la riqueza se ha cuadruplicado mientras que el SMI solamente se ha triplicado.

Creo suficientes estos datos,
aunque sería viable aportar otros en la misma línea. Se podría objetar, con
razón, que solamente presento los datos positivos y obvio los negativos. Es
cierto. Pero no se podrá negar que son datos importantes: vivimos más, trabaja
más gente (aunque el problema del desempleo es estructural), somos más ricos y
hemos recibido enormes sumas de dinero desde que entramos en la UE. También se podría argumentar que habríamos conseguido todas esas cosas sin entrar en la UE. Es una idea, aunque visto nuestra recorrido anterior es difícil creerlo.

Las críticas, sin embargo, suelen
centrarse no tanto en la mejora general de la economía y las condiciones de
vida, sino en la pérdida de soberanía política y económica. Empezaré por esta
última. He llegado a escuchar que estaríamos mejor con una economía “no
intervenida” por la UE en la cual “los españoles” tuviesen soberanía sobre su
economía y su moneda. Existe, en este sentido, una añoranza de la peseta. Una
moneda propia nos permitiría tener una economía “autónoma” y superar las
dificultades actuales. En esto hay una mezcla de verdades y mentiras porque en
economía, como en tantas otras cosas, nada es absolutamente cierto. Es verdad
que tener una moneda propia permitía devaluar la moneda y ganar competitividad.
Pero también es cierto que cuando se devalúa una moneda todos pierden, ya que
los ahorros y los salarios se deterioran, y la inflación suele dispararse. Además,
los datos históricos tampoco invitan al optimismo. A principios de los años 80,
también bajo una intensa crisis internacional, estando fuera de la UE y con
nuestra propia moneda no lo hicimos demasiado bien. En 1980 la inflación
rondaba el 15% (Alemania el 5%) y las tasas de interés estaban en el 18%
(anoten este dato los hipotecados actuales). También se olvida que en la
actualidad en 70% de nuestro comercio se realiza hacia otros países de la UE.

No creo, la verdad, que una
moneda propia o una mayor autonomía económica respecto a la UE sea ninguna
panacea. Esto no me impide, claro está, ver las disfunciones de nuestro sistema
económico, pero desde mi punto de vista se superarían con una mayor integración
(Unión Bancaria, Eurobonos, etc.), no con una salida (estilo “Brexit”). Otra
crítica, creo que con más recorrido, se centra en la pérdida de soberanía política
y, sobre todo, en el déficit democrático de la UE. En esto concuerdo con los
críticos, ya que Europa necesita más democracia y menos tecnócratas en la toma
de decisiones. La ciudadanía no puede estar invitada a un banquete en el cual
no tiene voz. Esto, sin embargo, me puede volver escéptico, pero no anti-europeísta.
No creo que debamos desmontar el chiringuito, es necesario reformarlo.

Lo que más me molesta, sin
embargo, no es la crítica razonada al proyecto europeo. La discusión racional
permite avanzar. Lo realmente molesto es esa soberbia de nuevo rico que detecto
en muchos de los críticos, incluso entre gente educada. A veces olvidamos que
las carreteras por las que circulamos y los AVE en los que viajamos no los
hemos pagado nosotros, al menos completamente. También olvidamos que antes el
programa Erasmus no existía y que solamente podían estudiar fuera de su país
los más acomodados. Olvidamos que las vacaciones en París o Berlín eran una
rareza. Olvidamos que los europeos hemos estado en guerra constante durante
siglos los unos con los otros (y los españoles con casi todos). En fin, la UE
no es un remedio para todo, pero si es algo que merece la pena defender.