En mi pueblo, en realidad el
pueblo de mis padres, pero siempre lo llamo así por la fuerte vinculación
sentimental que siento hacia el mismo, los días de las fiestas patronales
acostumbraba a traerse una orquesta. Nada raro, pues es algo que suele hacerse
en la mayoría de los pueblos de Castilla. Y digo acostumbraba porque las
fiestas han quedado tan mermadas que la orquesta ha sido sustituida por un mucho
más económico DJ. A primera hora suele poner los consabidos pasodobles y algunas
jotas. Pocas parejas los bailan, y la mayoría bien entradas en años. Cuando esto ocurre siempre siento algo de
pena, pues es la representación más patente de un mundo agonizante.

Algo así ha debido ver y
sentir en no pocas ocasiones Sergio del Molino. Quizá esto le llevó a escribir La España vacía. Viaje por un país que nunca
fue (Turner, 2016). Sergio del Molino escribe una prosa limpia y efectiva.
Se nota que es periodista y escritor, no uno de esos pesados científicos
sociales (entre los cuales me incluyo). La tesis principal de su ensayo es que
en nuestro país conviven dos culturas: una urbana y triunfante y otra rural y decadente.
A esta última la denomina la “España vacía”, localizada en las dos
Castillas y Aragón junto con algunos territorios limítrofes. Esta España, como
es bien sabido, emigró masivamente a los
pocos grandes núcleos urbanos de nuestro país entre los años 50 y 70 del pasado
siglo. El libro, en su núcleo, trata de mostrar los mitos urbanos respecto a la
España “vacía” y el desprecio por la cultura del mundo rural.

La consecuencia fue la aparición
de grandes urbes, pobladas mayoritariamente por “desertores del arao” (permítaseme
tomar la frase de una canción del grupo de rock Platero y Tú), que se sentían
avergonzados de sus orígenes (no todos, diría yo, como mostró la pujanza de las Casas Regionales). Sus hijos, mantiene Sergio del Molino, comenzaron
a reivindicar su lugar en la ciudad, de la cual no eran plenamente partícipes,
pero que empezaban a reclamar para sí. Sin embargo, lo más notorio es el papel
de las terceras generaciones, es decir, de los nietos de los emigrantes
rurales. Estos “viejovenes”, según la expresión del autor, están intentando
rescatar el terruño de los abuelos, pero lo hacen sin un conocimiento
sociológico del mismo. La España vacía se transforma en una “patria imaginaria”,
recreada más no vivida. El resultado es un olvido de la España rural real, bien
por vergüenza bien por crear una imagen idealizada de la misma.

Esta última tesis coincide con
los análisis sociológicos sobre algunos inmigrantes extranjeros en Europa. Así,
se ha dicho que muchos de los jóvenes europeos que se integran en el ISIS son nietos
de emigrantes. Desconocen el país de origen de sus padres, del cual a lo sumo
se han creado una imagen idealizada, pero combaten por él. Algunos, sin
embargo, tras unos meses se desilusionan al ver la realidad y tratan de
regresar o son asesinados por intentarlo. Me parece, y es ya una impresión absolutamente
personal, que en España también está pasando con ciertos jóvenes políticos,
tanto de derechas como de izquierdas, que viven el franquismo y el
antifranquismo de sus abuelos como una patria imaginaria. Funciona como una
construcción retórica para vivir el mundo actual, no como una recreación veraz
del pasado.

El libro, he de confesar, me ha
impactado mucho porque habla de mis orígenes y dialoga con el discurso que he
construido sobre mi identidad. De aquí esta larga entrada. Soy hijo de emigrantes
rurales. Esto, la verdad, me aleja un poco de idealizar el mundo rural. Para
bien o para mal, lo conozco –no como los que allí viven, pero sí lo suficiente
para hacerme una idea cabal del mismo– y sé de sus virtudes y defectos. A veces
tengo una cierta tendencia a reclamarlo con orgullo, pero un realismo congénito
en seguida me hace desechar esas ensoñaciones.

Con esto me pasa un poco como
cuando leo en las redes sociales a todas esas personas que afirman con orgullo
que “Yo estudie EGB” (Educación General Básica). Y lo hacen como si ese sistema
y ese tiempo fuesen maravillosos. La verdad, desconozco su experiencia, pero
mis recuerdos de mi paso por la escuela no son tan estupendos. Estudié EGB en
un colegio público de una ciudad del extrarradio madrileño. Un colegio de nueva
construcción hecho para dar servicio a todos los emigrantes que se habían apiñado en
esa ciudad. Recuerdo que el colegio no tenía biblioteca ni gimnasio (se
construyó mucho más tarde). De los idiomas ni hablamos, pues el inglés se daba
tarde y mal. Mis padres no me apuntaron a la clase de “religión”, cosa que
agradezco, una novedad del sistema. Sin embargo, al final en todo el colegio éramos
tres niños los que no lo hacíamos y los profesores nos entretenían en una
asignatura sin contenido llamada “Ética”. Tampoco había refuerzos ni apoyos a
los niños rezagados. “El que valía iba a BUP y el que no a FP”.

En fin, se habrá podido comprobar
a que me refiero con lo de ser realista. No tiendo a edulcorar el pasado. Con
esto no digo que EGB fuese un horror, también guardo recuerdos positivos, pero
desde luego no era la arcadia feliz que presentan algunos (en contraposición
con la “horrorosa” ESO). Lo mismo me pasa con la España vacía, cuyo pasado no
era en modo alguno ideal. De hecho, creo que en los pueblos se vive ahora mucho
mejor que en el pasado. El “con Franco se vivía mejor” no deja de ser una
ensoñación. Una anécdota para terminar. Mi madre siempre recordaba la leche de
cabra que bebía en su infancia, un manjar. Pues una vez, hace no mucho, le
regalaron un par de litros de ese tipo de leche. No pudo bebérsela y, al final,
se deshizo de ella. La leche formaba parte de un universo imaginario, pero en el
imaginario no se vive. Quizá sea mejor dejar de lado estas ensoñaciones y apoyar a
esa España vacía con actuaciones reales.