Por fortuna antes de entrar a la
universidad trabajé en diversas empresas y oficios. Digo por fortuna, pues me
permitió vivir fuera de la peculiar burbuja que es la universidad pública
española. Hice amigos en aquella época y, de hecho, suelo quedar con ellos con
cierta frecuencia. Habitualmente, aunque con menor asiduidad de la debida, salimos a cenar y a tomar unas copas. Allí acostumbro a contarles mis desventuras en la
universidad. Me escuchan entre sorprendidos e incrédulos. El caso es que
hace unos días uno de ellos fue a visitarme al trabajo por un tema que no viene
al caso. Pudo comprobar in situ algunas
cosas que les contaba. Cuando hablé posteriormente con él me dijo: no es lo
mismo oírlo que verlo en directo.

En este sentido, resulta muy
difícil compartir mis experiencias con gente ajena a la universidad. Tienden a
no creer mis relatos o a pensar que son exageraciones. No les culpo. Muchos de
mis recuerdos como profesor universitario son, vistos con distancia, verdaderas
marcianadas. Los profesores universitarios somos un colectivo peculiar.

Hace unos meses acudí a juzgar
una tesis doctoral en la Fundación Ortega y Gasset. Tras la misma, nos
invitaron a comer como suele ser habitual. Durante los postres y cafés se
iniciaron los típicos cotilleos laborales y las quejas y lamentos por la actual
situación de la universidad. El caso es que allí me hablaron de un libro del
profesor Carles Ramió (del que he reseñado hace nada otra obra) sobre la
situación del profesorado universitario, pues otro de los vocales era compañero
de departamento del autor. Es el ensayo que hoy comento y recomiendo: Manual para los atribulados profesores
universitarios
(Los Libros de la Catarata, 2014).

He de decir, para comenzar, que
todo lo que aparece en la obra me parece verosímil. No encuentro exageración en
la misma. Yo mismo, a pesar de mi menor experiencia en este mundo, podría
añadir anécdotas y ejemplos redundantes. Esta obra, sin duda, la disfrutarán
sobre todo los profesores universitarios y sorprenderá a quienes deseen iniciar
una carrera académica. Sin embargo, las personas ajenas a la universidad lo
leerán, temo, con menor interés. Se disfruta plenamente si se vive en
ese mundo, pero puede resultar un tanto extraña para los demás.

La lectura me ha producido
momentos de hilaridad pero, las más de las veces, de profunda tristeza. A mi
realmente me gusta mi profesión, pero tantas “externalidades” negativas a veces
me hacen dudar del sentido de mi trabajo. El libro del profesor Ramió hace una
estupenda descripción de todas ellas. Ciertas todas. Sin
embargo, lo único que no veo en el mismo es una búsqueda de soluciones. Parece
como si las disfunciones fueran algo connatural a esta institución. Es un
manual de supervivencia, pero no de reforma. No creo que estos problemas
sean fruto de la peculiar naturaleza del profesorado –de hecho, cuando abandona
la universidad y se marcha a otro trabajo, conozco varios casos, termina integrándose
en otra cultura laboral sin mayores problemas–, sino del modo en el cual se ha
construido la institución. Por eso, mi esperanza es que una reforma de la
institución acabe con el ambiente malsano predominante y nos acerque, en lo
posible, a una cultura laboral más aseada.