Hace algunos siglos la noción de
artista no se había desarrollado tal y como la entendemos en la actualidad. Las
llamadas “bellas artes” estaban en las manos de artesanos que con más o menos
maña producían pinturas, estatuas o sonatas. De hecho, la profesión de pintor,
escultor o músico no estaba muy bien valorada. Sino que se lo pregunten a Velázquez,
hoy de moda gracias la serie El Ministerio del Tiempo. Cuando intentó entrar en
la Orden de Santiago tuvo que presentar más de 100 testigos que afirmaron que
nunca había recibido dinero por un cuadro. Las artes estaban ligadas al trabajo
manual que, como es sabido, en las sociedades preindustriales siempre había
sido despreciado por las elites.

La llegada de la modernidad
modificó esta situación. El trabajo artístico comenzó a ser revalorizado, sobre
todo cuando era creativo frente a la repetición y monotonía de la producción
industrial. Apareció un nuevo tipo social: el artista, como un creador genial,
auténtico e innovador. Las elites comenzaron a considerar que la carrera
artística era un trabajo adecuado para sí mismas, mientras que las monótonas y
rutinarias ocupaciones artesanales –ahora más rutinarias debido a la mecanización–
se siguieron dejando en manos de las clases populares.

Esta pequeña introducción me
sirve para contextualizar el fenómeno de los “cocineros estrella” que llenan
portadas de revistas y tiene espacio garantizado en las televisiones. La
cocina, al menos en España, siempre había sido considerada un oficio. Es decir,
los cocineros y las cocineras eran artesanos que producían un frugal y
apreciado bien. Pero desde hace poco tiempo asistimos a la inclusión de la cocina
dentro de las actividades artísticas. Existen cocineros-artesanos, presas del
oficio, y cocineros-artistas, que innovan y crean “experiencias culinarias”.
Los primeros aprendían el oficio bien en el “tajo” o en cursos de la denostada Formación
Profesional. Los segundos aprenden a crear “sensaciones” en modernas
Universidades Culinarias, seguidas de un largo periplo formativo por los mejores
restaurantes del mundo (santificados por la Guía Michelín).

Parece claro que las divisorias
de clase siguen esta tendencia. Una buena familia vería de mal que sus vástagos
fuesen cocineros, pero no tanto que llegasen a ser chefs creativos. Me contaba
un amigo, cocinero de profesión, que existen agencias de “headhunters” que persiguen a esos chefs para crear o dirigir nuevos
proyectos. Son, en definitiva, un colectivo en alza que puede codearse con
otros artistas sin mucho rubor. Crean incluso un nuevo lenguaje en torno a sus
realizaciones: “experiencia culinaria”, “finger-food”, “lienzos”, “sensaciones”,
“maridaje”, “hibridación”, “laboratorios de ideas” y un largo etcétera.

No entro a valorar las bondades
de la alta cocina frente a la cocina tradicional. Tampoco al artista frente al
artesano. Me llama la atención, sin embargo, la conversión en arte de una
artesanía. Y los procesos de mitificación asociados a la misma.