Cruzamos la frontera por el paso del Cardenal Antonio
Samoré. El camino de tierra para llegar allí estaba en obras, aunque no en
demasiado mal estado, y en muchas partes el paisaje estaba completamente
cubierto de cenizas volcánicas. A veces parecía que el coche atravesaba una
densa niebla.

Tras el cruce rutinario entramos en el Parque Nacional
Puyehué, presidido por la columna de humo del volcán, y el paisaje cambió radicalmente.
Parece que los vientos llevan las cenizas hacia Argentina, dejando
relativamente intacta la parte chilena. Todo se volvió verde y los lagos
inmensamente azules. Comimos en un restaurante a orillas del lago Puyehué. Por
cierto, donde disfrutamos de una de las mejores comidas que he probado en
Chile.

Proseguimos el viaje por una carretera rodeada de verdes
explotaciones ganaderas hasta Osorno. Esta es una ciudad de una fealdad que
contrasta con la verde campiña circundante. Tiene una importante comunidad de
origen alemán. De hecho, para dormir alquilamos una cabaña en un complejo
llamado Blumenau, y por toda la ciudad se ven colegios, hospitales o centros
alemanes. Por lo demás, una ciudad para olvidar. En general, en Chile las
ciudades destacan por su falta de encanto, sobre todo cuando se las compara con
los parajes naturales que las rodean. Quizá los terremotos
expliquen este hecho.

Haciendo un resumen, esos días debí hacer unos 3.500 kilómetros
por las carreteras chilenas y argentinas. Al final, al llegar a Santiago me
sentí agotado, pero feliz de haber pasado unos días con Karina, Javi e
Isabella.