Desde Temuco
salimos rápidamente para cruzar la frontera por el paso de Pino Hachado. Es un cruce
de montaña que atraviesa la Reserva Nacional Alto Bio Bio en Chile. En la
cumbre me llamaron la atención las araucarias, unos pinos singulares de gran
porte y altura. Después continuamos un rápido viaje hacia nuestro destino,
pasando por ciudades como Zapala, en el que pude apreciar un rápido cambio de
paisaje: del verde Chile a la árida Argentina.

Los chilenos y los
argentinos tienen una relación de amor y odio, propia de dos países vecinos con
una larga frontera que ha sido manipulada convenientemente por las dictaduras
militares en el pasado cuando lo consideraban necesario para tapar sus vergüenzas
interiores. En general, en Chile admiran la espontaneidad y sentido del mundo
de los argentinos, su fútbol, sus mujeres y, en el fondo, su modo de verse como
europeos en América. Los argentinos admiran el orden de Chile y su próspera
economía, sus servicios públicos y la eficaz y poco corrupta policía. Pero los
chilenos piensan que los argentinos son engreídos y poco organizados. Y los
argentinos que los chilenos roban a los argentinos cuando cruzan la frontera
para trabajar o comerciar. En el fondo, piensan que Argentina, la otrora
potencia regional, va hacia atrás y Chile, el hermano pobre que proporcionaba
mano de obra barata, hacia adelante.

Una de las primeras
diferencias que llaman la atención al entrar a Argentina es lo diferente del
trato de los policías en la aduana. Los pulcros carabineros chilenos no te
miran a la cara, te tratan de usted y jamás se toman una licencia. Sin embargo,
los gendarmes argentinos son de otra escuela. Cuando estaban sellándome el
pasaporte dos jovencísimos agentes vestidos de un modo bastante desaliñado, uno
de ellos enseñaba el torso a través de su camisa desabotonada, entablaron una
animada conversación acerca de las mujeres y las diversiones en España. Me
cuesta imaginarme haciendo lo mismo con un carabinero. Aunque quizá
precisamente por lo mismo me fiaba más de estos.

Chile es un país
con unos reducidos niveles de corrupción. En el índice que elaboró
Transparencia Internacional sobre la percepción de la corrupción en 2010, Chile
aparecía en la posición 21. Mientras que, en comparación, España lo hacía en la
30. Siendo además el país con mejor percepción de toda Latinoamérica. La administración
aquí es relativamente eficaz y su burocracia pasa por ser una de las más
diligentes del subcontinente. Un ejemplo claro es el citado cuerpo de
carabineros, de integridad probada. Aunque es, por otro lado, un cuerpo con una
excesiva tendencia a ser expeditivo en sus actuaciones, quizá como consecuencia
de su carácter militar –la policía civil, que aquí se llama Policía de
Investigación (PDI), tiene un papel relativamente pequeño: controla las aduanas
y los escenarios de los crímenes, pero no tiene funciones de intervención–.

En una de las
manifestaciones estudiantiles que ocurrieron durante mi estancia en el país, un
carabinero disparó su pistola y mató a un chico. En un primer momento, se negó
el hecho. El carabinero limpió su arma, la recargó y negó haber disparado.
Posteriormente, ante la presión mediática y popular, se investigó el caso y se
descubrió que la bala pertenecía a una pistola del mismo tipo de la que usan
los carabineros. Interrogado de nuevo, el agente implicado cambio su versión y
acepto haber disparado. En ese momento, se le expulsó del cuerpo y se le
procesó. Lo que más me llamó la atención no fue el desarrollo del caso, sino
que en las declaraciones que hizo el jefe de carabineros, el mayor pecado del
agente implicado fue “haber mentido en su primera declaración” y, solamente en
segundo lugar, haber matado al joven.