El problema del gobierno global cada vez ocupa más espacio en prensa y en la discusión académica. Josep M. Colomer ha publicado
recientemente el ensayo El gobierno mundial de los expertos (Anagrama, 2015),
en el que revisa la aparición de una nueva forma de gobierno que rebasa los
límites del Estado-nación. En concreto se centra en las organizaciones que
denomina “intergubernamentales de adhesión universal” como la ONU, el Banco
Mundial, el FMI o, entre otras, el G8 y el G20. En la primera parte hace una
revisión de su historia y, sobre todo, de los mecanismos de toma de decisiones
en su seno. Es la parte más canónica del libro, que dicho sea de paso está
excelentemente escrito y se lee con sumo placer.

La segunda parte del libro es la
más polémica y, claro está, la más interesante. En ella trata de establecer las
bases para una democracia global que supere la democracia partidista
representativa propia del Estado-nación. Para ello afirma que: “La democracia
puede ser concebida no como algo necesariamente vinculado con el estado o con cualquier
fórmula institucional específica, sino más bien como un principio ético de
gobernanza y una referencia para la evaluación de diferentes normas y
procedimientos institucionales. En este enfoque, la democracia se puede definir
como una forma de gobierno basa en el consentimiento
social
que implica los valores y objetivos de la libertad, la toma de
decisiones efectiva y la rendición de cuentas de los gobernantes” (pp. 242-243,
cursiva añadida).

Según este planteamiento,
presente en todo el libro, las “fórmulas básicas de representación y de toma de
decisiones” en la gobernanza global serían: “la representación cualitativa de
los países mediante turnos y votos ponderados; el gobierno de los expertos; el
consenso en políticas públicas; los mandatos imperativos; y la rendición de
cuentas de los gobiernantes” (p. 258). Como
imagen especular invertida encontraríamos la democracia representativa propia del
Estado-nación, anclado en lo local, que estaría basada en: la representación igualitaria
de los ciudadanos –“un ciudadano un voto”– en vez de los países; el gobierno de
los partidos políticos en vez de los expertos; la confrontación en vez del
consenso; la autonomía partidista frente al mandato imperativo; y la no
rendición de cuentas más que a través de las elecciones.

Tengo varias objeciones a este
planteamiento, claramente descompensado a favor de los expertos “consensualistas”
que viven y medran en las organizaciones transnacionales (presentados –valga la
caricatura– siempre como competentes, virtuosos y dedicados, frente a los
incompetentes, corruptos y vagos políticos nacionales). En primer lugar, la
idea de reducir la democracia a un “principio” ético basado en el “consentimiento
social” la deja en muy poco. Me recuerda la estrategia seguida por Jack Goody
en sus últimos libros de definir la democracia como un sistema de gobierno en
el que hay “algún tipo de representación” del pueblo para intentar explicar que
los occidentales no inventaron la democracia. En ambos casos se “reduce” el
alcance de lo democrático para incluir realidades no plenamente democráticas.
Si se habla de un “déficit democrático” de las instituciones globales se
plantea una redefinición de lo democrático para que encaje en la misma.

No creo, sinceramente, que la
democracia pueda reducirse a un principio ético. Sería como esperar que el buen
gobierno llegue de hombres virtuosos. La democracia es, en lo fundamental, un
entramado institucional que permite que los gobernados elijan (en lo que se
incluye que ellos mismos puedan ser gobernantes, bien por elección o por sorteo),
critiquen y revoquen a los gobernantes. Así mismo, para que exista libertad,
toma de decisiones efectiva y rendición de cuentas debe existir un sistema con
división de poderes. ¿Existe una división efectiva de poderes en la gobernanza
global? Lo dudo mucho. El presidente de EE.UU. podría ser condenado por un
tribunal de ese país si incumple la ley, pero ¿podría algún tribunal
internacional hacer lo mismo?

Cuando Josep M. Colomer afirma: “Los
principios fundamentales de la gobernabilidad democrática pueden ser respetados
por medios no electorales” (p. 217), me asaltan más dudas. Existe en toda la
obra un claro rechazo del conflicto de intereses y se ensalzan las políticas de
consenso. Es toda una declaración política, claro está. Cuando dice “las
facciones organizadas no sólo son innecesarias para la formación de políticas
globales” (p. 256), existe un claro rechazo de los partidos políticos y de los
intereses particulares. Parece que para Colomer existe algún tipo de política
pública de consenso a la que se puede llegar a través del concurso de los
expertos. Un ejemplo lo pone a través de las políticas del FMI y del BM en el
llamado “Consenso de Washington”. Este ha sido fruto de la acción de estas
instituciones para conseguir el bien común y ha conseguido integrar las
críticas para superar sus disfunciones. Incluso “las ideas de nuevos conjuntos
de escritorzuelos académicos de hace
unos años fueron digeridas y recicladas por responsables políticos globales”
(p. 228, cursiva añadida). Es decir, los opuestos a ese consenso serían “escritorzuelos
académicos”, con seguridad miembros de los perversos partidos políticos.

Pero seamos francos, la
democracia de partidos y el sistema democrático representativo con división de
poderes es el único sistema que ha conseguido institucionalizar la democracia en
sociedades amplias y complejas. Reducir la democracia a un principio ético es hacer
un flaco favor a la misma. Como afirma en su último libro el profesor
Alessandro Ferrara (El horizonte
democrático
, Barcelona, 2014), creo que sería necesario incluir cambios que
doten de contenido institucional democrático a la gobernanza global (legitimidad
electoral, capacidad sancionadora, división de poderes), porque si no es así
podemos terminar cayendo en soluciones elitistas y tecnocráticas, que comienzan
a ser vistas como propone el profesor Colomer como las únicas democráticas y
naturales.

Es, en defintiva, una obra
escrita ad majorem gloriam de las instituciones globales, pero que no obstante tiene la virtud de
traer un debate necesario sobre la emergencia de un poder global no democrático
o, al menos, no democrático en el sentido tradicional.