También realicé la
visita más popular: los geysers del Tatio. Uno se tiene que levantar a las
cuatro de la madrugada –ese día, además, una noche especialmente animada,
porque los atacameños estaban celebrando con anticipación las Fiestas Patrias–,
para ser conducido en una autobús, que durante algo más de dos horas salva los 90 kilómetros que hay
entre los geysers y San Pedro. A medida que pasa el tiempo, el aire se hace más
escaso y el frío más intenso. Los cristales del autobús se congelan y ni las
mantas que la organización reparte sirven para mucho. En esas dos horas se sube
de los 2.200 a los 4.360 msnm , pasando en un momento por los 4.600. Arriba,
cuando se llega a eso de las seis de la mañana, el frío es atroz. Estábamos a -16ºC, y eso que era un día
bueno, porque cuando hace frío realmente se llega a los -35ºC.

Los geysers son
impresionantes, pero, la verdad, apenas pude disfrutarlos, porque el frío no me
dejaba pensar en otra cosa. No son grandes columnas de agua lanzadas hacia el
cielo, sino enormes columnas de vapor de agua. Se producen al amanecer porque
el hielo se deshace y entra en contacto con las rocas calientes. Entonces
hierve y el gélido ambiente de la mañana permite contemplar esas columnas de
vapor de más de 10 metros
de altura. El lugar, por lo demás, encierra su peligro, ya que se camina sobre
una cáscara de roca bajo la cual fluyen arroyos de agua hirviendo y pozas
listas para escaldar al infortunado que caiga en ellas.

Hay en el campo
geotérmico una piscina en la que el agua mantiene la temperatura de 35ºC, que es aprovechada por los
visitantes para darse un baño. Ni que decir tiene que no me desnudé a -16ºC para tomar ese baño.
Solamente podía pensar en tomar el sol y que la sangre volviera fluir por mis
píes. Después, tomamos un desayudo, con más frío que ganas. Probé el mate de coca,
que me espabiló un poco. Aunque, la verdad, no sé si por el efecto de las hojas
de coca o simplemente por tomar una bebida caliente.

El mayor problema
que encontré en el lugar, de nuevo, fue la saturación de turistas. Demasiada
gente, en el mismo lugar y a la misma hora. Pero las características del
“espectáculo” no permiten otra cosa. Todo se concentra en un par de horas al
rayar el alba.

La vuelta fue más
rutinaria. Vimos desde el autobús grupos de vicuñas, alguna vizcocha huidiza
(una especie de conejo) y aves anidando en un río. Hicimos escala en Machuca,
una aldea casi despoblada, en la que sus escasos habitantes sobreviven cuidando
sus llamas y vendiendo empanadas a los turistas. El guía me comentó que en
verano el pueblo adquiere más vida, porque cientos de trabajadores suben a
recoger en los lagos deshelados un excremento flotante que se genera en el
invierto y tiene grandes propiedades como abono. No comí nada en los veinte
minutos que nos dieron para abrevar. La verdad es que en esta salida, como en
la del viernes, me sentí como una oveja. No pasó lo mismo en los dos días
primeros, en los cuales estuve mucho más a gusto en un grupo más pequeño y con
menos masificación en los lugares de visita.

La tarde la pasé
comiendo, echándome una buena siesta y recorriendo las dos o tres calles del
pueblo. Tienen nombres tan sonoros como Avenida Caracoles, Avenida Licancabur o
la Calle Gustavo
Le Paige. El pueblo en sí no es más que una sucia y terrosa aldea en medio del
desierto, que el turismo ha redimido un tanto. Lo único que destaca es la
iglesia pulcramente encalada, que obviamente está dedicada a San Pedro. Sus
habitantes son una curiosa mezcla de peruanos y bolivianos junto a chilenos
adornados con crestas mohicanas, coletas o rastas y vestidos con ropa de
montañero. Se diferencian de los turistas sobre todo por el tono bronceado de
su piel y por lo polvoriento de sus ropas, pero comparten un mismo estilo
mochilero, que contrata con la pulcritud un tanto anticuada de los
santiaguinos.