Recuerdo que hace unos años,
apenas iniciada la crisis actual, hablaba con un colega argentino sobre el
gobierno español del momento, a saber,
el presidido por J.L. Rodríguez Zapatero. Le interesaba mi valoración sobre el
mismo y su contribución a la crisis. Cuando hablé con él, reflexionó un momento
y dijo: “ah, veo que el gobierno optó por una agenda postmaterialista,
olvidando lo demás”. Lo expresó, en la distancia, con gran claridad: durante
años las cuestiones identitarias habían copado el debate político y los asuntos
relacionados con lo que antes se llamaban las cuestiones estructurales habían
pasado a un segundo plano. Entre ellas la desigualdad material. No digo con
esto que las cuestiones identitarias sean poco importantes, lo son y mucho,
pero las materiales también y durante mucho tiempo, quizá porque todos éramos
“ricos”, no nos centramos en ellas.

El tema de la desigualdad está
presente cada vez más en el debate político y también en el académico. En
puridad nunca desapareció de este último, pero existió –tal vez aún exista– una
fuerte presión para hacer desaparecer la clase social como una variable
importante en la explicación del mundo social. La sociología, renqueante, ha
mantenido este tema, pues está en sus genes. La economía lo tenía más olvidado
hasta que Piketty lo resucitó, y tal vez por ello está recibiendo furibundos
ataques (en otro momento me ocuparé de su libro).

Guy Standing publicó en 2011 El precariado. Una nueva clase social
(Pasado&Presente, 2013), donde acuño un término que ha tenido éxito para
describir una de las consecuencias de la precariedad asociada a las políticas
de flexibilidad que ha impulsado la globalización neoliberal: la aparición de
una nueva clase social (peligrosa, en el título original). En general, este
ensayo puede leerse como una versión “objetivista” del libro de Barbara Ehrenreich Por cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en
Estados Unidos
(Capitan Swing, 2014), donde se presenta la visión más
“subjetiva” del tema. Es decir, si Barbara Ehrenreich nos sumerge en el mundo
de los trabajadores precarios y mal pagados de Estados Unidos, consiguiendo que
nos duelan los huesos como a ellos (más bien a ellas) y comprendamos su visión
del mundo; Guy Standing logra que entendamos la estructura económica y política
generadora de esta realidad. Ambas obras funcionan muy bien en conjunto y se
complementan admirablemente.

Pero centrémonos en el relato de
Standing. Define el precariado como una nueva clase social emergente, todavía
no autoconsciente, caracterizada por carecer de las redes de seguridad que el
consenso posterior a la Segunda Guerra Mundial confirió a los ciudadanos de las
economías más avanzadas. Su aparición corre pareja a la modificación de este
consenso durante los años 80 y a la aparición de una globalización neoliberal. Uno
de los rasgos más interesantes del análisis es el intento de mostrar como la
aparición del precariado es una tendencia mundial asociada a la globalización
económica. Afecta a economías avanzadas, tanto del denominado capitalismo
anglosajón (EE.UU., Reino Unido), como del renano (Alemania, Japón) y del
mediterráneo (Italia, España, Grecia). Pero también a las economías emergentes
(China o India). Es especialmente significativo el caso de China, pues buena parte
de su éxito económico ha pivotado en el uso de una inmensa mano de obra rural desplazada
a las ciudades en condiciones de gran precariedad. De hecho, para Standing las
variedades del capitalismo parecen converger al menos en este aspecto.

La principal preocupación del
autor es que esta clase social puede caer en la desesperanza, fruto de su
inestable condición, y convertirse en una “clase peligrosa”, como muestra el
ascenso de partidos xenófobos de extrema derecha en muchas democracias
consolidadas. La solución, cree, descansa en la adopción de una renta básica
universal, que elimine la inseguridad de los precarios y, en general, de todos
los ciudadanos, pues los proceso de flexibilidad hacen que todos puedan caer en
una vida precaria.