Cuando mi esposa viajó unos días a visitarme, volví con
ella a Valparaíso. No alojamos en la casa de un importante político chileno.
Tiene una casa enorme, decorada con grades tapices (su origen, me contaron, era
dudoso, pues se trataba de una donación al Estado que había hecho suya),
esculturas de madera y muebles antiguos. La vivienda, pese a no estar en un
estado de conservación excelente, tiene el encanto que emana de toda la ciudad.
Exteriormente no se diferencia mucho del resto de las construcciones de
Valparaíso. Se trata de un sólido caserón, pintado de azul, cubierto de grandes
ventanales mirando a la bahía y con un pequeño jardín bajo los mismos. Se
encuentra distribuida desde la entrada principal, que se realiza por el lado
opuesto a la costa, en torno a una gran escalera de madera que la divide en
dos. Enormes salones y habituaciones se sitúan a ambos lados de la misma
siempre con luces hacia el mar. Bajo el principal se encuentran las cocinas y
las habitaciones del servicio, donde se alojaba la mucama y su familia.

Conseguimos el alojamiento a través de Michael, al que ya
me he referido como “el pirata alemán”, pues tiene un acuerdo con la casera
para alojar turistas. Supongo que el dueño hará la vista gorda con el objetivo
de poder así pagar un sueldo de miseria al servicio. El único condicionante es
que si este llama –dicen que siempre lo hace–, debe desalojarse rápidamente la
habituación. Estuvimos allí una noche, porque la segunda efectivamente llamó
diciendo que tal vez unos amigos pasaran la noche en la casa. Decidimos
marcharnos un poco por la incertidumbre de la situación y otro tanto porque
estábamos cansados tras dos días de caminar por Valparaíso.

Lo mejor de la jornada fue la cena que hicimos en el
mirador que corona la casa. Se trata de una buhardilla acristalada desde la que
se divisa toda la bahía. De noche es un magnífico espectáculo contemplar todos
los cerros iluminados y las luces de los barcos atracados tomando un buen vino
chileno. Después nos esperaba una de las camas más cómodas en las que he
dormido, desde la que también se podía ver toda la ciudad ya que la habitación
quedaba cerrada por un mirador que ocupaba toda su pared oeste.

Volví a la casa de Neruda, recorrimos los cerros más
destacados, visitamos el museo de pintura al aire libre y paseamos por el
puerto y El Plan. Entramos al edificio de la bolsa, donde un anciano nos
explicó el lugar esperando una propina que nunca llegó. La verdad es que en
esas situaciones nunca sé como comportarme, me cuesta decir que no, pero si al
final doy algo de dinero tampoco me siento cómodo. En eso se nota mi educación
castellana: ni pedir ni dar nada, los hombres tienen que ser autosuficientes y
no mostrar ninguna debilidad. Envidio a algunos amigos que, como hombres de
mundo, siempre saben dar una limosna o una propina en un tono jovial, de un
modo que no enoja al que la da ni al que la recibe.

Almorzamos un día en el famoso restaurante Cinzano, que
resultó ser un lugar pintoresco, aunque ninguna maravilla desde el punto de
vista culinario. A mi mujer le gustó mucho la ciudad, con sus empobrecidas
calles llenas de colorido y casas con tendales llenos de ropa.

También pudimos entrar en la iglesia luterana del Cerro
Concepción, que en la anterior vista estaba cerrada por reforma. Una simpática
chica, con acento alemán, nos mostró el templo, primorosamente arreglado y
preparado para el culto. En uno de sus laterales, se guardaban los libros de
himnos en un cajetín numerado. Un libro por feligrés, lo que contrasta con un templo
católico, en el que los únicos libros se encuentran bajo la custodia del
párroco. Es la diferencia, supongo, entre una religión moderna y una anclada en
la Edad Media.
El luterano ha de saber leer para no desentonar con respecto a sus compañeros
de bancada, lo que al final fuerza la reflexión sobre el texto leído, pero al
católico le vale con memorizar una serie de himnos y fórmulas sin entrar
demasiado en el fondo de las mismas.