Reseño hoy el libro del
periodista Gregorio Morán El cura y los
mandarines. (Historia no oficial de los Letrados). Cultura y política en
España, 1962-1996
(Akal, Madrid, 2014). He de reconocer que me acerqué al
libro debido a la polémica que se había desatado en prensa al ser rechazada su
publicación por la editorial Crítica (parte del Grupo Planeta). El motivo fue
que en algunas páginas se hablaba de Víctor García de la Concha, exdirector de
la RAE y actual director del Instituto Cervantes. Se entiende que no
elogiosamente. La editorial pidió la retirada de las páginas en que se hablaba
del mismo y ante la negativa del autor, llegaron al acuerdo de permitirle
marcharse con su libro bajo el brazo. A resultas de lo anterior, terminó
publicándolo en Akal con una buena dosis de publicidad gratuita.

El libro es una gran panorámica
crítica, a veces incluso enrabietada, de la cultura española desde los años 50
hasta finales del siglo XX. Es una crónica histórica (valga el oxímoron, pues me
refiero al género periodístico) que rechaza las generalizaciones gratuitas –a
las que somos tan propensos lo sociólogos– y
sumerge al lector en una época ya lejana aunque con ecos en nuestro, en
mí presente. Cuenta Morán que ha estado escribiendo el libro durante 10 años y
se nota en el lenguaje cuidado de sus 800 páginas.

Varios asuntos han llamado mi
atención. En primer lugar, los dos tipos sociológicos que dibuja Morán de un
modo certero entre la fauna intelectual de la España franquista. En primer lugar,
los religiosos que ocuparon un lugar en la vida intelectual. En general su
trayectoria es similar: hijos de clases medias “de provincias” sin demasiados
recursos o, en algunos casos de alumnos brillantes de clases humildes–y digo
alumnos, porque a la mujer no le estaba reservado este destino–, que acudieron
a la iglesia o a alguna de sus organizaciones afines para recibir formación y
que posteriormente abandonaron el seno de la Iglesia para ocupar un puesto en
la Universidad, los periódicos o cualquier otra actividad lucrativa dentro de
las industrias culturales (en general contrayendo matrimonio durante el
proceso). En segundo lugar, los hijos de las clases medias que a través de su
inclusión en Falange consiguieron ascender dentro del mandarinato. Ambos casos muestran
que el acceso a los escasos puestos dentro del mundo de la cultura estaba
controlado por un partido político y una organización religiosa, los dos brazos
de un sistema dictatorial. Esta forma de reclutamiento impedía el paso a estas
instituciones de los “outsiders” del sistema, en este caso las clases populares
que, salvo las citadas excepciones del seminarista pobre, no tenían posibilidad
alguna de medrar dentro de un circuito controlado férreamente por una elite cultural
autoconsciente y endógama.

En este cuadro falta, quizá, el
intelectual procedente de la clase alta. Alguno había, sin duda, pero bien es
cierto que su acceso al mandarinato podía gestionarse desde las altas esferas y
que su posición nunca era tan insegura, ya que era mucho más difícil dejarle
caer que a un PNN o a un agregado a cátedra procedente de una familia de clase
media de Soria o Albacete. Además muchos de estos jóvenes despreciaban este
tipo de actividad –mostrando ese prejuicio anti-intelectual que adorna a las
elites sobre todo si proceden de la nobleza terrateniente y militar, como era
el caso–, y apostaban por entrar a formar parte de la política, el alto
funcionariado, la economía o el ejercito. Pese a ello, algunos de los
representantes de las clases altas utilizaron la Universidad y otras
instituciones culturales para conferirse una pátina de respetabilidad
intelectual que adornase sus ambiciones políticas.

En segundo lugar, encuentro
interesante la descripción de los orígenes políticos y sociales de los
intelectuales más destacados del momento–algunos aún en activo–, así como de
sus vaivenes ideológicos. También destaca la génesis de algunas de las
instituciones culturales más destacadas de nuestro país. En todo momento existe
un afán de buscar las conexiones entre el poder político y el poder cultural (o
podríamos decir, entre los campos, al estilo de Bourdieu), algo que agradecemos
en especial aquellos que no vivimos ese momento. En esto no opera ninguna
lógica extraña, pues el intelectual moderno como figura pública se caracteriza
precisamente intentar influir en el debate político. Morán es consciente de
este hecho y estructura en torno al mismo su obra.

Termino aquí por no alargarme
más, aunque podría ya que es un libro extenso y riquísimo en matices que darían
para una exégesis mucho mayor. En todo caso, un libro recomendable y bien escrito
que he disfrutado.