Tras la vista a las viñas fuimos a la casa de Neruda en
Isla Negra. La zona originalmente se llamaba Las Gaviotas, pero la fama de la
vivienda del poeta “Isla Negra” hizo que se cambiara el nombre a toda el área. La
vivienda es, en lo fundamental, parecida a la de Valparaíso: una gran colección
de antigüedades y una construcción personalísima. Es mucho más grande y las
vistas al mar son preciosas. No me extraña que Neruda sintiera tanta afición
por el lugar.

Al visitar el lugar, la guía dijo que el despacho –situado
en una estancia alargada que imita el camarote de un barco o, quizá, de un
tren– era llamado “La covacha” por Neruda. El origen de esa palabra, afirmó,
era una palabra de origen mapuche que significaba cueva o refugio. No me sonó
muy convincente, ya que en España esa palabra es común –de hecho, en mi pueblo
designa una parte de la sierra– y, en sí misma, no se refiere a un producto
importando como el café, el chocolate, la patata o el tomate. Posteriormente
descubrí que es un italianismo, que procede del término “covaccia” y que
significa cueva pequeña.

Después visitamos la casa de Julio, un hombre de 84 años
que se dedica en su retiro a comprar, recoger y restaurar objetos viejos y
curiosos. Es un inspector de hacienda jubilado, pinochetista convencido y un
gran mujeriego. Pese a ello, desprecia a Neruda por lo último y por comprar sus
colecciones y no hacerlas el mismo. Dice que Neruda solo tenía dos manos, una
para las mujeres y otra para escribir. Tiene seis hijos, ahora bien situados,
que viven en el distrito de Vitacura en Santiago, y gran cantidad de nietos y
biznietos. En este momento está divorciado, pues su mujer no aguantaba sus
rarezas y vivir en un paraje aislado. Suele, quizá para no sentirse tan solo,
traer amigas a casa de vez en cuando (o eso cuenta).

Esta es un chalet de dos plantas, recubierto de madera en
bastante mal estado. Delante tiene un gran cobertizo: el museo, donde atesora
gran cantidad de objetos. Dentro se pueden ver, entre otras cosas, el esqueleto
de un pelícano, la escafandra de un buzo comprada en el “mercado de pulgas” de
Valparaíso, el sillón de un antiguo dentista con el torno manual, una colección
de réplicas a escala de los barcos que participaron en la Guerra del Pacífico,
sables, antiguas calculadoras, fósiles, escopetas y pistolas, un lince disecado
e incluso un bebe inca momificado que encontró en el desierto de Atacama.

La pieza de la que se siente más orgulloso es una réplica
a escala de una locomotora a vapor que le impresionó cuando era niño. Para
hacerla, viajó a Inglaterra y fotografió la máquina real. Después reprodujo
todas las piezas una a una. Tiene recogido todo el proceso, las fotografías y
los planos en un grueso volumen que guarda en un cajón de la mesa que soporta
la réplica.

A Julio le gusta recibir visitas y mostrarles su
colección. Con enorme vitalidad –aún conduce hasta Santiago o Viña del Mar con
relativa frecuencia–, suele bromear con las mujeres y les pregunta si les
gustaría verle desnudo. Ellas, sobre todo si son extranjeras, suelen dar
muestras de espanto, disgusto o incertidumbre; tras lo cual él les muestra una
foto en un gastado álbum en la que aparece completamente desnudo sobre una
alfombra cuando tenía 4 o 5 meses.

Trabaja todo el día en el desván de su casa. Sobre el
mismo ha construido un observatorio astronómico, que tiene en el centro un
viejo telescopio. Lo muestra orgulloso a las visitas, junto a una réplica del
avión que pilotaba en su juventud. Me dijo que lo malo de ese lugar era que
muchos días comenzaba a ver las estrellas apenas caía la noche y que, de
repente, le alcanzaba el alba contemplando tales maravillas.