El urbanismo en Valparaíso es, cuanto menos, caótico. La
única lógica se encuentra en la estrecha franja entre el mar y los cerros, que
llaman El Plan y barrio El Puerto. Tras la misma, las casas se amontonan sin
lógica aparente monte arriba. En general, las viviendas más humildes y
destartaladas se encuentran en lo más alto, alejadas de las zonas comerciales.
Pero no siempre, porque cuando se comenzaron a urbanizar las colinas
empresarios, políticos y demás miembros de las clases adineradas compraron terrenos
en lo más alto de los cerros, edificando suntuosas mansiones. Después, por
diversas causas, enajenaron parte de sus propiedades –muchos de ellos, tras el
gran terremoto de 1906 se marcharon a la próxima Viña del Mar–. En ellas, o en
las laderas y barrancos próximos que no eran de su propiedad, se construyeron
casas más humildes. Por ello, no es extraño encontrar viviendas lujosas, más
bien que en otro tiempo lo fueron, rodeadas de infraviviendas en las más
penosas condiciones.

A esto hay que sumarle los diversos desastres que han
sacudido la ciudad: el bombardeo español en la Guerra del Pacífico
(llamada en Chile Guerra contra España) en 1866 y, sobre todo, los terremotos
que ha sufrido la ciudad, en especial el de 1906. El resultado es una ciudad en
que bellos edificios conviven con los precarios alojamientos de las clases más
humildes, con un trazado que desquiciaría a cualquier planificador urbano.

Una vez allí visité la casa de Pablo Neruda. Esta no es especialmente
grande. Es una estrecha torre de cinco plantas llamada “La Sebastiana” en honor a
su arquitecto español, de las que el poeta ocupaba las cuatro superiores. Está,
sin embargo, estratégicamente situada en lo alto de una colina desde la que se
divisa toda la bahía y prácticamente toda la ciudad. Su configuración y
decoración, sin embargo, me sorprendió. Uno no espera de un comunista un estilo
de vida tan burgués.

Hay en la casa un especial interés por el acopio de
objetos bellos, curiosos y confortables. Junto al salón tenía un pequeño bar,
en la que agasajaba a sus amigos e invitados. Al lado de la barra, en un
aparador de cristal, tenía una colección de botellas, vasos y copas. Me llamó
especialmente la atención una serie de copas con el águila imperial rusa.
Cuando pulse la audioguía, descubrí que habían pertenecido al Zar Nicolás II,
que Neruda las compró en un anticuario y que eran sus preferidas. No puede
dejar de preguntarme por qué. Le recordarían la muerte del tirano y el
triunfo del socialismo. Satisfacción por poseer un bien que había pertenecido a
un hombre tan poderosos. O, simplemente, pasión estética.