Un fin de
semana visité el Cajón del Maipo junto a mi amigo Juanjo. Este es un cañón por
el que discurre el río con ese nombre cerca de la capital. Para llegar allí,
tras casi una hora en el metro se deben tomar un “micro” que tarda casi otro
tanto en llegar a su destino. Las paradas son constantes, no sólo en los
lugares establecidos sino en cualquiera en el que un pasajero decida tomar el
autobús. Al final, tras visitar fugazmente San José de Maipo, en el que se estaba
montando un mercadillo, continuamos hasta San Alfonso. A éste último apenas
puede dársele el nombre de pueblo, pues consiste en una hilera de casas,
restaurantes, puestos de bebida y comida, y algunos alojamientos a lo largo de
la carretera, llamada “Camino del Volcán”.

Tras visitar
la “plaza” del pueblo, una explanada en la que se agolpan un campo de fútbol,
la escuela infantil de la localidad, unos destartalados columpios y unos altos
y viejos árboles, decidimos comer en un restaurante que se anunciaba como
español. De hecho, ondeaba la bandera española junto a la chilena y se
anunciaban como especialidades el cocido y los callos a la madrileña. No me
atreví con los segundos y me decanté por un cocido, que sorprendentemente no estaba
nada mal. Y digo sorprendentemente, porque el personal del local no era
español.

La sobremesa
la pasamos caminando carretera arriba, ya que todo el “cajón” se encuentra
parcelado y convenientemente vallado. Ni siquiera es posible bajar al río, cosa
por otra parte nada agradable en vista de la gran cantidad de basura que se
acumula en sus márgenes. Encontramos, tras saltar el quitamiedos que en un
punto permitía el acceso al río, hasta un perro muerto, por su estado no hace
mucho tiempo. A parte de los cámpines, como llaman aquí a los merenderos
municipales, hay poco espacio público para disfrutar de la naturaleza. Al
final, tomamos de nuevo un “micro” que nos llevó de vuelta a la ciudad, en un
cansado viaje de retorno.

El sitio en
sí permite disfrutar de una naturaleza bella y agreste, si bien totalmente
ocupada por los santiaguinos como lugar descanso el fin de semana. Incluso
algunos viven allí, dada su proximidad con la capital. Pero es una lástima su
bajo nivel de conservación –que he observado en otros parajes del país, donde
se acumulan los desperdicios– y que no esté convenientemente dotada para el uso
que mayoritariamente se le da: caminar, montar en caballo o en bicicleta. Los
ciclistas, por ejemplo, deben rodar por una estrecha carretera de doble sentido
sin arcén, en la que los vehículos pasan cerca de ellos a una velocidad que me
pareció, sin duda, excesiva.