En el repaso que estoy haciendo sobre
algunos libros leídos hace tiempo he encontrado unas líneas que escribí sobre una
obra de Gilles Lipovetsky. Este conocido teórico francés pronunció una serie de
conferencias durante su estancia el año 2001 en Canadá, que fueron reproducidas
en forma de libro (Metamorfosis de la
cultura liberal
, Anagrama, Barcelona, 2003). Expone en las mismas una
actualización de las tesis mantenidas en La era del vacío, El imperio
de lo efímero
o El crepúsculo del deber. Para Lipovetsky el rasgo
fundamental de la posmodernidad es el “hiperindividualismo”, que rastrea en
indicadores como la emergencia de religiones a la carta, la crisis de la
institución familiar clásica, las nuevas tecnologías de la información o el
culto a la belleza y el miedo a envejecer. Este “neo-individualismo” se
caracteriza por un rechazo del destino, de lo imprevisible, y exige cada vez
más una construcción del sí mismo que nos aleje de la incertidumbre. No
obstante, este individualismo acelerado no implica la desaparición de lo
social: “lo que desaparece son las formas dirigistas y restrictivas de la
socialidad” (p. 28).

Este
individualismo, entendido al modo clásico, podría verse como una amenaza para
la sociedad. Incluso, sería posible argumentar que dicho individualismo resultaría
incompatible con la situación social presente, que lejos de desintegrarse en
infinitas partículas discretas, sigue mostrando la persistencia de una
sociabilidad fuerte. Quizá por ello, Lipovetsky dedica dos conferencias a
explicar la persistencia de la moral en las sociedades postmodernas. Entiende
que las sociedades occidentales se encuentran en una fase posmoralista (que ha
sucedido a las fases teológica y laica moralista), en la cual se exalta más la
felicidad y los deseos que el ideal de abnegación. Han desaparecido las
exigencias colectivas de sacrificio en aras de un bien superior. Ahora aparece
una moral “emocional”. Lipovetsky trata de salvar la moral de la gran
desintegración valorativa que plantean las teorías de la posmodernidad. “La
idea del mal no se ha evaporado en la aceptación
de todo
, en la gran apertura de mente
democrática
. Sigue existiendo un absoluto moral. (…) La eclosión
individualista de los valores y el
relativismo posmoderno tiene sus límites. En realidad, vemos cómo se recompone
un fuerte consenso social en torno a los valores básicos de nuestras
democracias” (p. 49). Existe un pluralismo moral y no un nihilismo moral. El
individualismo en las sociedades posmodernas, por tanto, fluctuaría entre la
responsabilidad y la irresponsablidad.

En un
segundo momento, analiza el papel de la ética en el mundo de los negocios. La
ética en el mundo empresaria tiene un marcado carácter utilitarista,
instrumental. Se trata de una moda y, al tiempo, una tendencia de la posmodernidad.
“La empresa no tiene vocación de hacer el bien en sentido absoluto. No puede
apuntar sino a una mejora relativa, inscrita en los límites de lo posible” (p.
83). Afirma el autor que no encuentra problemas en la instrumentalización de la
ética, que en sí no es algo intrínsecamente malo. La empresa trabajaría con un
marco en el que existen diferentes niveles de imperatividad ética, debiendo
regirse en todo caso por el respeto “de
los principios más elevados del humanismo moral” (p. 96).

Por
último, Lipovetsky revisa el papel de los medios de comunicación. Así, afirma
que los medios de comunicación de masas llevan aparejado el proceso de
estandarización, que a su vez implica un impulso a la creciente cultura
individualista. Se trata, de nuevo, de su tesis central: la
“hiperindividualización” de las sociedades posmodernas. Además, la visión de
esta cultura y del papel de los medios es positiva. “Los medios favorecen
globalmente un uso acrecentado de la razón individual. (…) Tanto lo
superficial como el ludismo mediático constituyen en mayor medida instrumentos
de la Ilustración que su tumba” (p. 107-108).
Para Lipovetsky los medios acrecientan el individualismo, el
aislamiento, y, sin embargo, no disuelven lo social: a mayor aislamiento
también se produce mayor necesidad de reunión emocional. Incluso afirma que
“los medios han dotado de mayor estabilidad al orden democrático, siquiera sea light,
desinvestido en provecho de los goces privados” (p. 125).

El
autor trata, por tanto, de combinar rasgos aparentemente contradictorios de la
posmodernidad: el individualismo exacerbado y la persistencia de la
sociabilidad. En toda la obra se percibe un impulso moral subyacente. “Se
impone la exigencia de salir de la esfera de la pura moral… Es preciso que la
ética se encarne en leyes y las instituciones si nos proponemos combatir el mal
y la injusticia… Necesitamos, quizá, mayor espíritu de solidaridad…” (pp.
56-57). En otras palabras, encontramos un discurso que podría parecer
profundamente anti-posmoderno, que busca el “bien”, combatir el mal y la
injusticia y mantener una serie de principios éticos comunes. Dicha formulación
da la impresión de estar más cerca del proyecto ilustrado que de la
posmodernidad reivindicada. Ahora bien, Lipovetsky entiende la posmodernidad en
términos positivos, subsume el proyecto ilustrado en la sociedad posmoderna. Este
analista, asesor de las firmas de moda Chanel y Luis Vuitton, cierra el
discurso crítico ilustrado con su incorporación en el universo posmoderno. ¿Fin
de la historia o ideología neoliberal?