La comida en Chile es magnífica y la capital tiene un buen número de
bares y restaurantes para todos los bolsillos. Predominando la cocina local,
existe variedad. De hecho, allí pude disfrutar comiendo. No es país para
ascetas. Pero no me detendré ahora en la comida y la bebida, sino en un par de
curiosidades locales: “los cafés con pienas” y un bar llamado “La piojera”.

Una institución chilena, especialmente santiaguina,
son los “Cafés con piernas”, locales convenientemente aireados por los medios
de comunicación internacionales y mantenidos por las conservadoras autoridades
debido a su atractivo turístico y, supongo, a los impuestos que recaudarán de
los mismos. Hay dos tipos de locales. En primer lugar, los cafés más públicos,
como el “Café Haití” o el “Café Caribe”. Se trata de locales decorados con
mucho acero inoxidable, en los que hay que pagar a una cajera, habitualmente entrada
en años, para tomar un café que preparará un garzón y que te servirá de un modo
bastante funcionarial una señorita de grandes muslos y prominente trasero. El
tipo de belleza que se estila en los mismos parece sacada de una película de
Mariano Ozores o de Andrés Pajares y Fernando Esteso. Y la indumentaria de las
camareras también.

El otro tipo son locales habitualmente más pequeños,
que tienen sus escaparates oscurecidos para que no se pueda contemplar la
actividad que se realiza en el interior. Hay alguno, sin embargo, como el
pionero “Barón Rojo”, que escapa por los pelos de esta chabacana descripción.
Decidí visitarlos para ver con mis propios ojos de que se trataba, no sin
reparos, ya que tienen un cierto ambiente prostibulario que no me atraía en
absoluto. Al entrar confirmé lo del ambiente prostibulario. Son locales
oscuros, con música alta, donde camareras en minúsculos bikinis sirven café, te
o soda a una clientela mayoritariamente masculina. El trabajo de las mismas,
además de servir el café, es dar conversación a los clientes y aguantar que
algunos, los menos, se arrimen y las toqueteen. Pero la cosa, por lo que pude observar,
no suele pasar de ahí. No existe prostitución, sobre todo en los más céntricos.
Los carabineros, sin embargo, han cerrado algunos por facilitar que las
señoritas proporcionaran sus teléfonos a los clientes para encuentros
posteriores más íntimos.

Ya que me encontraba allí, entablé conversación con
una de las camareras, que me contó que era peruana. Al mirar a mí alrededor,
pude ver que en efecto todas ellas parecían extranjeras. Le pregunté por el
tipo de público que acudía a esos locales y me dijo que eran sobre todo
hombres, como es lógico, chilenos y muchos turistas. Estos últimos a veces
pasan con mujeres, pero suele ser una situación menos frecuente. El sueldo, me
comentó, era bajo, pero las propinas altas –aunque esto último es posible que
lo dijera para que yo soltara la correspondiente, cosa que hice para
agradecerle que contestara las preguntas de un sociólogo curioso–.

Un lugar tremendamente divertido para un español es
el bar “La piojera”, situado muy cerca del mercado central de Santiago. Es una
sucia, ruidosa y desvencijada taberna, en la que camareros maleducados de
colmillo retorcido sirven cerveza, chicha y el cóctel local: el “terremoto”,
seguido por la igualmente indigesta “réplica”, a sus sedientos parroquianos.
También se sirve una grasienta comida, de la que me llamó especialmente la
atención los huevos cocidos, servidos con su cáscara y como único aliño sal y
una salsa de ají.

El lugar es frecuentado tanto por santiaguinos,
celebrando desde un cumpleaños a la salida del trabajo, “la pega”, hasta los
turistas más “gringos”. En consonancia, merodean por allí rateros y buscavidas
de diverso pelaje. El ambiente es el que corresponde a dicho tipo de locales:
ruidosos grupos bebiendo, cantando y gritando, grupos de música tradicional amenizando
los tragos de los clientes y humo, mucho humo. En Chile aunque teóricamente
existen lugares reservados para fumadores y no fumadores en los restaurantes,
la separación entre estos espacios no deja de ser dudosa. Siendo, además, más
importante el espacio reservado a los fumadores.

Del rato que pasé allí, uno de los múltiples días
que lo visité, rescato la conversación con un mapuche que había tomado más de
dos copas para celebrar su cumpleaños. Me contó que su familia era de Temuco,
aunque vivía en Santiago. Trabajaba de mozo de almacén en un supermercado de la
capital.

– ¿Eres español?

– Sí, así es.

– ¿Qué significa “coño”?, ¿por qué os llaman así?
Yo es que soy mapuche –dijo, golpeándose enfáticamente el pecho. Durante la
conversación, que duró más de lo que hubiese deseado, me informó de este hecho
más o menos cada cinco minutos–.

– Bueno, significa… (se lo expliqué, claro está).

– Ahh… –decía entre codazos y gestos de complicidad
con su compañero de trabajo y amigo–, la “cosita”.

El alterne acabó con una fotos, “con el profesor
español”, y consejos reiterados de que no me fiara de nadie en Santiago.
Excepto de él, claro, porque era franco y mapuche.

Una última observación, los bares y los
restaurantes en Santiago se encuentran, en general y exceptuando algunos de los
más caros, mal acondicionadas para el frío y el calor. Como decía Neruda: “las
casas no están preparadas para el verano, como no lo estuvieron para el
invierno”. En muchos restaurantes, durante el invierno, los santiaguinos no se
quitan el abrigo para comer.