Las sociedades modernas se fundamentan en dos grandes entramados
institucionales: el mercado y el Estado. Ambos consiguen la adhesión de las
personas a través de una mezcla variable de coacciones y recompensas, de un
lado, y de consenso moral, de otro. Este último es clave. El mercado basa su
legitimidad en la capacidad de crear riqueza y desarrollo material mediante un
proceso descrito como una “destrucción creativa”, que implica la competencia y
el triunfo de los más adaptados a la dinámica del mercado. El Estado moderno obtiene
su legitimación de las leyes racionales.

La situación que vivimos hoy en España es especialmente grave, pues los
ciudadanos sienten que se ha roto el acuerdo moral en ambas esferas
institucionales. El mercado se aleja de esa esfera de competencia en la cual
los “mejores” obtienen una mayor recompensa a cambio de satisfacer las
necesidades de la sociedad. Aquí, al contrario, vivimos inmersos en un “capitalismo
de amiguetes” (véase la excelente aproximación al tema de Luis Garicano en El dilema de España, ed. orig. 2014), donde el
clientelismo deriva de modo inevitable en oligopolios. El mérito individual
poco puede hacer frente a esta situación. Esto tal vez se relacione con la baja
competitividad de nuestra economía.

El Estado no se encuentra mucho mejor. Si la falta de competencia deslegitima
el sistema de mercado capitalista, la corrupción hace otro tanto con el Estado.
Los últimos acontecimientos: concursos públicos amañados, colocación de
familiares y amigos puenteando los sistemas de acceso establecidos o, entre
otros, la privatización de lo común a favor de intereses privados, socaban el
principio “legal-racional”.

Solucionar esta situación de hundimiento moral, esto es, de crisis de
legitimidad de las instituciones, no es sencillo. Pero implicará con toda
seguridad revalorizar el principio de competencia meritocrática y el principio
de legalidad.