El año 2011 viajé a Chile para realizar una estancia investigadora y docente en la santiaguina Universidad Alberto Hurtado. Al llegar allí poco pude hacer, porque los estudiantes se declararon en huelga y se produjeron fuertes disturbios. Reclamaban una educación universitaria pública, gratuita y de calidad. Este texto fue escrito en ese momento e intentaba averiguar las razones de la protesta. Espero que esta primera entrada del blog os guste y que venga seguida de otras muchas.

En Chile no existe
educación universitaria pública gratuita, es decir, financiada a través de
impuestos. Las universidades más antiguas obtienen recursos del Estado para cubrir
entre el 8 y el 15 por ciento de sus gastos. El resto deben conseguirlo a
través de fondos propios, es decir, de las matriculas universitarias (llamadas
aranceles), de investigación, consultoría o aportaciones del sector privado. En
la práctica, esto supone que el grueso del costo de la educación superior recae
en los alumnos, que deben pagar unas altas matrículas. Carreras como economía,
empresariales o sociología pueden costar en total unos 15 millones
de pesos (unos 22.000 euros), mientras que medicina puede llegar hasta los 30
millones de pesos (unos 45.000 euros).

Una estudiante de
una carrera de ciencias sociales me contaba que ella pagaba una matrícula al
comienzo de curso de 180.000 pesos (268 euros) y cada mes durante el curso más
de 300.000 (447 euros). Desde España pude parecer una cifra no muy alta
(algunos colegios infantiles privados son, ciertamente, más caros). Pero si
tenemos en cuenta que el salario mínimo es de 182.000 pesos (271 euros) y que
en el año 2009 el ingreso promedio de los hogares chilenos era de 610.000 pesos
mensuales (unos 911 euros), la cifra es ciertamente onerosa. Debe considerarse,
además, que Chile es uno de los países con mayor desigualdad en el reparto de
la renta del mundo. Todo esto redunda en que la el pago de las tasas
universitarias resulte especialmente costoso para las clases menos favorecidas.

El modo de
financiar esta cara educación es a través de créditos. El Estado avala una
serie de créditos hasta un límite determinado, créditos que se pagan con un
interés de mercado (anteriormente se utilizaban los créditos blandos). Pero a
veces no es suficiente, porque las mejores universidades, y las no tan buenas,
tienen matriculas más altas que el montante obtenido del crédito avalado por el
Estado. En este caso, al estudiante solamente le queda recurrir a la familia o
a costosos créditos de consumo. El
resultado del sistema es que un estudiante cuando termina suele arrastrar una
deuda importante, que deberá pagar religiosamente durante los diez o quince
años siguientes. El director de la carrera de sociología de la Universidad Alberto
Hurtado, Omar Aguilar, me comentaba que
él había calculado que la deuda, incluyendo los intereses, era equivalente al
costo de una vivienda.

¿Por qué, por
tanto, hacen los estudiantes este esfuerzo? La respuesta estaría en que el
mercado laboral chileno es muy desigual y un estudiante universitario egresado
puede ganar, si todo marcha bien (una importante fracción de los mismos, sin
embargo, no consigue trabajar en un puesto cualificado), bastante más que un
trabajador no titulado. Puede ingresar inicialmente unos 700.000 pesos, hasta
llegar a una cantidad que ronda entre 1.200.000 y 2.000.000 al mes (1.800-3.000
euros/mes). Cifras todas ellas bastante alejadas de los exiguos 182.000 pesos
del salario mínimo. La recompensa, en caso de conseguirse, es real, y la clase
media hace verdaderos esfuerzos para que sus vástagos obtengan un título
universitario. Un problema añadido es que a veces en un hogar con varios hijos
los padres no pueden financiar la educación universitaria de todos y se ven en
la tesitura de elegir cual de ellos la cursará.

La pregunta sería
si este sistema ha producido una universidad con unos altos niveles de
excelencia. Puede dudarse. Algunas universidades públicas mexicanas y
argentinas aparecen mejor posicionadas en las clasificaciones internacionales.
Jorge Larraín, entonces vicerrector de profesorado en la Universidad Alberto
Hurtado, me contó que en muchas universidades privadas más del 90 por cierto
del profesorado no estaba en plantilla. Es decir, estaba compuesto por
profesionales para los cuales su única vinculación con la universidad eran las
horas en las que impartían clases. Planteaba que en su universidad, parte de la
orden jesuítica, un “30 por ciento” de los profesores eran personal en
plantilla, lo que les permitía investigar y publicar, pero no obtener
beneficios. De lo cual se derivaba que las demás universidades si los tenían.

El tema fundamental
aquí, como reclaman los alumnos, es el lucro en la educación. Por ley, en Chile
las universidades no pueden lucrarse. Sin embargo, la proliferación de
universidades privadas muestra otra cosa. En Chile, un país de 17 millones de
habitantes, hay 58 universidades. España, con 47 millones, tiene 74 y Francia,
con 66 millones, 80 (y ambos países se han planteando en algún momento reducir su
número). El sistema, comentan los propios gestores universitarios chilenos,
parece claramente sobredimensionado. Se habla, medio en broma medio en serio,
de una “burbuja universitaria”.

A la luz de estas
cifras se entienden las peticiones de los estudiantes chilenos, a saber, una
educación pública gratuita y de calidad. Además, el grueso de la población los
apoyaba. Las encuestas hablaban de un apoyo a la demanda de una educación superior
gratuita de más del 70 por ciento de la población.